sábado, 11 de junio de 2011

las enciclicas del papa

Las catorce Encíclicas del Santo Padre Juan Pablo II



Conferencia del Cardenal Joseph Ratzinger, en mayo de 2003, en el Simposio "Juan Pablo II: 25 años de pontificado. La Iglesia al servicio del hombre", celebrado en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma.

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Sería absurdo pensar que se puede hablar en media hora de las catorce encíclicas de nuestro Santo Padre. Sería preciso examinar cada una detalladamente, para poder comprender la estructura del conjunto y para captar sus temas centrales y la línea de su enseñanza. En media hora sólo se puede brindar una panorámica aproximada y superficial. La elección de los puntos que subrayamos es necesariamente unilateral y podría hacerse también de modo diverso. Además, una valoración conjunta debería incluir también los demás textos magisteriales del Papa, que a menudo son de gran trascendencia y pertenecen sin duda al conjunto de las afirmaciones doctrinales del Santo Padre.

Dicho esto, las encíclicas se deben dividir por grupos de temas afines. Conviene recordar ante todo el tríptico trinitario de los años 1979-1986, que abarca las encíclicas Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivifícatem. A la década 1981-1991 pertenecen las tres encíclicas sociales: Laborem exercens, Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus. Luego están las encíclicas que tratan temas de eclesiología: Slavorum apostoli (1985), Redemptoris missio (1990) y Ut unum sint (1995). En el ámbito eclesiológico se puede situar también la última encíclica, hasta ahora, del Papa: Ecclesia de Eucharistia (2003), así como en cierto sentido, la encíclica mariana Redemptoris Mater (1987).

Ya en su primera encíclica el Papa había unido íntimamente los temas de la madre Iglesia y de la Madre de la Iglesia, ensanchándolos al ámbito histórico-teológico y pneumatológico: «Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo místico de su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir al Espíritu Santo que desciende sobre nosotros (cf. Hch 1, 8) y convertirnos de este modo en testigos de Cristo "hasta los últimos confines de la tierra"» (Redemptor hominis, 22). En la mariología, para el Papa, se encuentran todos los grandes temas de la fe: no hay encíclica que no concluya con una referencia a la Madre del Señor.

Y, por último, tenemos tres grandes textos doctrinales, que pueden situarse en el ámbito antropológico: Veritas splendor (1993), Evangelium vitae (1995) y Fides et ratio (1998).

La primera encíclica, Redemptor hominis, es la más personal, el punto de partida de todas las demás. Sería fácil demostrar que todos los temas sucesivos ya se hallaban anticipados en ella: el tema de la verdad y el vínculo entre verdad y libertad se afronta según toda la importancia que tiene en un mundo que quiere libertad pero considera la verdad una pretensión y lo contrario de la libertad. El celo ecuménico del Papa se aprecia ya en este primer gran texto magisterial. Los principales rasgos de la encíclica eucarística —Eucaristía y sacrificio, sacrificio y redención, Eucaristía y penitencia— ya se hallan presentes en sus grandes líneas. El imperativo "no matarás", que es el gran tema de la Evagelium vitae, es anunciado con gran fuerza al mundo. Como hemos visto, la orientación del cristianismo hacia el futuro, típica del Papa, está relacionada con el tema mariano. Para el Papa, el vínculo entre la Iglesia y Cristo no es un vínculo con el pasado, una orientación hacia atrás, sino más bien el vínculo de quien es y da futuro, y que invita a la Iglesia a abrirse a un nuevo período de la fe. Su compromiso personal, su esperanza, pero también su profundo deseo de que el Señor nos conceda un nuevo presente de fe y de plenitud de vida, un nuevo Pentecostés, resulta evidente cuando, casi como una explosión, prorrumpe en una invocación: "La Iglesia de nuestro tiempo parece repetir cada vez con mayor fervor y con santa insistencia: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven! ¡Ven!" (Redemptor hominis, 18).

Todos estos temas que, como ya hemos dicho, anticipan toda la obra magisterial del Papa, están conectados por una visión cuya dirección fundamental debemos tratar de describir. Con ocasión de los ejercicios que, como cardenal arzobispo de Cracovia, predicó en 1976 a Pablo VI y a la Curia romana, explicaba que los intelectuales católicos polacos, en los primeros años de la posguerra, al inicio habían tratado de confutar, contra el materialismo marxista convertido ya en doctrina oficial, el valor absoluto de la materia. Pero pronto se desplazó el centro del debate: ya no versaba sobre las bases filosóficas de las ciencias naturales (aunque este tema mantiene siempre su importancia), sino sobre la antropología. El núcleo de la discusión pasó a ser: ¿qué es el hombre? La cuestión antropológica no es una teoría filosófica sobre el hombre; tiene un carácter existencial. Bajo esa cuestión subyace la cuestión de la redención. ¿Cómo puede vivir el hombre? ¿Quién tiene la respuesta a la cuestión sobre el hombre?, una cuestión muy concreta. ¿Quién puede enseñarnos a vivir: el materialismo, el marxismo o el cristianismo?

Así pues, la cuestión antropológica es una cuestión científica y racional, pero, al mismo tiempo, es también una cuestión pastoral: ¿cómo podemos mostrar a los hombres el camino que lleva a la vida y ayudarles a comprender también a los no creyentes que sus interrogantes son también los nuestros y que, frente al dilema del hombre de hoy y de entonces, Pedro tenía razón cuando dijo al Señor: "Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Filosofía, pastoral y fe de la Iglesia se funden en esta tensión antropológica.

En su primera encíclica, Redemptor hominis, Juan Pablo II resumió, por decirlo así, los frutos del camino recorrido hasta entonces en su calidad de pastor de la Iglesia y como pensador de nuestro tiempo. Esa primera encíclica gira en torno a la cuestión del hombre. La expresión: "el hombre es el camino primero y fundamental de la Iglesia" (ib., 14) se ha convertido casi en un lema. Pero, al citarla, a menudo nos olvidamos de que poco antes el Papa había dicho: "Jesucristo es el camino principal de la Iglesia. Él mismo es nuestro camino "hacia la casa del Padre" (cf. Jn 14, 1 ss) y es también el camino hacia cada hombre" (ib., 13). Por consiguiente, también la fórmula del hombre como primer camino de la Iglesia prosigue así: "camino trazado por Cristo mismo, camino que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención" (ib., 14).

Para el Papa, antropología y cristología son inseparables. Precisamente Cristo nos ha revelado qué es el hombre y a dónde debe ir para encontrar la vida. Este Cristo no es sólo un modelo de existencia humana, un ejemplo de cómo se debe vivir, sino que "está unido, en cierto modo, a todo hombre" (ib.). Cristo nos toca en nuestro interior, en la raíz de nuestra existencia, transformándose así, desde el interior, en el camino para el hombre. Rompe el aislamiento del yo; es garantía de la dignidad indestructible de cada persona y, al mismo tiempo, es quien supera el individualismo en una comunicación a la que aspira toda la naturaleza del hombre.

Para el Papa, el antropocentrismo es al mismo tiempo cristocentrismo, y viceversa. Contra la opinión según la cual sólo a través de las formas primitivas del ser humano (partiendo de abajo, por decirlo así) se puede explicar qué es el hombre, el Papa sostiene que solamente partiendo del hombre perfecto se puede comprender lo que es el hombre, y que desde este punto de vista se puede vislumbrar el camino del ser humano. A este respecto, habría podido referirse a Teilhard de Chardin, que decía: "La solución científica del problema humano no deriva exclusivamente del estudio de los fósiles, sino de una atenta observación de las características y de las posibilidades del hombre de hoy, que determinarán al hombre de mañana".

Naturalmente, Juan Pablo II va mucho más allá de ese diagnóstico: en definitiva, sólo podemos comprender qué es el hombre mirando a Aquel que realiza plenamente la naturaleza del hombre, que es imagen de Dios, el Hijo de Dios, Dios de Dios y Luz de Luz. Así corresponde perfectamente a la orientación intrínseca de la primera encíclica, la cual, en la prosecución del Magisterio papal, se desarrolló formando, juntamente con otras dos encíclicas, el tríptico trinitario. La cuestión del hombre no se puede separar de la cuestión de Dios. La tesis de Guardini, según el cual sólo conoce al hombre quien conoce a Dios, encuentra una clara confirmación en esta fusión de la antropología con la cuestión de Dios.

Echemos ahora una mirada a las otras dos tablas del tríptico trinitario. El tema de Dios Padre aparece velado, por decirlo así, en primer lugar, bajo el título Dives in misericordia. Se puede creer que la idea de tratar esta temática le vino al Papa de la devoción de la religiosa de Cracovia Faustina Kowalska, a la que posteriormente elevó al honor de los altares. Poner en el centro de la fe y de la vida cristiana la misericordia de Dios fue el gran deseo de esta santa mujer. Con la fuerza de su vida espiritual, ella puso de relieve la novedad del cristianismo, precisamente en nuestro tiempo, marcado por la irreligiosidad de sus ideologías. Basta recordar que Séneca, un pensador del mundo romano en muchos aspectos bastante cercano al cristianismo, dijo una vez: "La compasión es una debilidad, una enfermedad". Mil años después, san Bernardo de Claraval, con el espíritu de los santos Padres, encontró la admirable fórmula: "Dios no puede padecer, pero puede compadecer".

Considero muy acertado que el Papa haya centrado su encíclica sobre Dios Padre en el tema de la misericordia divina. El primer subtítulo de la encíclica es: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9). Ver a Cristo significa ver al Dios misericordioso. Conviene subrayar que en esta encíclica la digresión sobre la terminología bíblica de la misericordia divina en el Antiguo Testamento ocupa nada menos que tres páginas. En ella se explica también la palabra rahamim, que proviene de la palabra rehem (vientre materno), y confiere a la misericordia de Dios los rasgos del amor materno.

El otro punto central de la encíclica es su profunda interpretación de la parábola del hijo pródigo, en la que la imagen del Padre resplandece en toda su grandeza y belleza.

Quiero dedicar también unas pocas palabras a la encíclica sobre el Espíritu Santo, en la cual se trata el tema de la verdad y de la conciencia. Según el Papa, el auténtico don del Espíritu Santo es "el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención" (Domium et vivifícateme, 31). Así pues, en la raíz del pecado está la mentira, el rechazo de la verdad. "La "desobediencia", como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal" (ib., 36). La perspectiva fundamental de la encíclica Veritatis splendor ya aparece aquí muy claramente. Es evidente que el Papa, precisamente en la encíclica sobre el Espíritu Santo, no se detiene en el diagnóstico de nuestra situación de peligro, sino que hace ese diagnóstico para preparar el camino a la curación. En la conversión, el afán de la conciencia se transforma en amor que sana, que sabe sufrir: "El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo" (ib., 5).

He comentado ampliamente —tal vez demasiado ampliamente— el tríptico trinitario, porque contiene todo el programa de las encíclicas sucesivas y lo relaciona con la fe en Dios. Ahora no tendré más remedio que limitarme a algunos rasgos esquemáticos de las demás encíclicas.

Las tres grandes encíclicas sociales aplican la antropología del Papa a la problemática social de nuestro tiempo. Juan Pablo II subraya la primacía del hombre sobre los medios de producción, la primacía del trabajo sobre el capital y la primacía de la ética sobre la técnica. En el centro está la dignidad del hombre, que es siempre un fin y jamás un medio. A partir de aquí se esclarecen las grandes cuestiones actuales de la problemática social en contraposición crítica tanto con el marxismo como con el liberalismo.

Las encíclicas eclesiológicas merecerían una reflexión profunda, que no puedo hacer aquí. Ecclesia de Eucharistia considera a la Iglesia desde el interior y desde lo alto, y así capta su capacidad de crear comunión; Redemptoris Mater trata de la prefiguración de la Iglesia en María y del misterio de su maternidad; las otras tres encíclicas de este grupo presentan los dos grandes ámbitos relacionales en los que vive la Iglesia: el diálogo ecuménico —como búsqueda de la unidad de los bautizados en obediencia al mandato del Señor, según la lógica intrínseca de la fe, que ha sido enviada al mundo por Dios como fuerza de unidad— es el primer ámbito relacional que el Papa, con toda la fuerza de su celo ecuménico, introduce en la conciencia de la Iglesia con la Ut unum sint.

También Slavorum apostoli es un texto ecuménico de particular belleza. Por una parte, se sitúa en la relación entre Oriente y Occidente; y, por otra, muestra la vinculación entre la fe y la cultura, y la capacidad que tiene la fe para crear cultura, pues llega al fondo y experimenta una nueva dimensión de la unidad.

El otro ámbito relacional atañe a los hombres que profesan religiones no cristianas o viven sin religión, para anunciarles a Jesús, del que Pedro dijo a los fariseos: "En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos" (Hch 4, 12). En la Redemptoris missio el Papa explica la relación entre diálogo y anuncio. Muestra que la misión, el anuncio de Cristo a todos los que no lo conocen, sigue siendo siempre una obligación, pues todo hombre espera en su interior a aquel que es a la vez Dios y hombre, al "Redentor del hombre".

Veamos, por último, las tres grandes encíclicas en las que la temática antropológica se desarrolla bajo diversos aspectos. Veritas splendor no sólo afronta la crisis interna de la teología moral en la Iglesia, sino que pertenece al debate ético de dimensiones mundiales, que hoy se ha transformado en una cuestión de vida o muerte para la humanidad. Contra una teología moral que en el siglo XIX se había reducido de modo cada vez más preocupante a casuística, ya en los decenios anteriores al Concilio se había puesto en marcha un decidido movimiento de oposición. La doctrina moral cristiana se debía formular nuevamente desde su gran perspectiva positiva a partir del núcleo de la fe, sin considerarla como una lista de prohibiciones.

La idea de la imitación de Cristo y el principio del amor se desarrollaron como las directrices fundamentales, a partir de las cuales podían organizarse los diversos elementos de la doctrina. La voluntad de dejarse inspirar por la fe como luz nueva que hace transparente la doctrina moral había llevado a alejarse de la versión iusnaturalista de la moral en favor de una construcción de perfil bíblico e histórico-salvífico.

El concilio Vaticano II había confirmado y reafirmado estos enfoques. Pero el intento de construir una moral puramente bíblica resultó imposible ante las demandas concretas de la época. El puro biblicismo, precisamente en la teología moral, no es un camino posible. Así, de modo sorprendentemente rápido, después de una breve fase en la que se trató de dar a la teología moral una inspiración bíblica, se intentó una explicación puramente racional del ethos, pero la vuelta al pensamiento iusnaturalista resultó imposible: la corriente antimetafísica, que tal vez ya había contribuido al intento biblicista, hacía que el derecho natural pareciera un modelo anticuado y ya inadecuado.

Se quedó a merced de una racionalidad positivista que ya no reconocía el bien como tal. "El bien es siempre -así decía entonces un teólogo moral- sólo mejor que...". Quedaba como criterio el cálculo de las consecuencias. Moral es lo que parece más positivo, teniendo en cuenta las consecuencias previsibles. No siempre el consecuencialismo se aplicó de modo tan radical. Pero al final se llegó a una construcción tal, que se disuelve lo que es moral, pues el bien como tal no existe. Para ese tipo de racionalidad ni siquiera la Biblia tiene algo que decir. La sagrada Escritura puede proporcionar motivaciones, pero no contenidos.

Pero si las cosas fueran así, el cristianismo como "camino" —así debería y quisiera ser— resultaría un fracaso. Y si antes desde la ortodoxia se había llegado a la ortopraxis, ahora la ortopraxis se convierte en una trágica ironía: porque en el fondo no existe.

El Papa, por el contrario, con gran decisión volvió a dar legitimidad a la perspectiva metafísica, que es sólo una consecuencia de la fe en la creación. Una vez más, partiendo de la fe en la creación, logra vincular y fundir antropocentrismo y teocentrismo: "la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina. (...) En efecto, la ley natural (...) no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios" (Veritatis splendor, 40). Precisamente porque el Papa es partidario de la metafísica en virtud de la fe en la creación, puede comprender también la Biblia como Palabra presente, unir la construcción metafísica y bíblica del ethos. Una perla de la encíclica, significativa tanto filosófica como teológicamente, es el gran pasaje sobre el martirio. Si ya no hay nada por lo que valga la pena morir, entonces también la vida resulta vacía. Sólo si existe el bien absoluto, por el que vale la pena morir, y el mal eterno que nunca se transforma en bien, el hombre es confirmado en su dignidad y nosotros nos vemos protegidos de la dictadura de las ideologías.

Este punto es fundamental también para la encíclica Evangelium vitae, que el Papa escribió a petición apremiante del Episcopado mundial, pero que es igualmente expresión de su apasionada lucha por el respeto absoluto de la dignidad de la vida humana. La vida humana, donde se la trata como mera realidad biológica, se convierte en objeto del cálculo de las consecuencias. Pero el Papa, con la fe de la Iglesia, ve la imagen de Dios en el hombre, en todo hombre, sea pequeño o grande, sea débil o fuerte, sea útil o parezca inútil. Cristo, el Hijo mismo de Dios hecho hombre, murió por todo hombre. Esto confiere a cada hombre un valor infinito, una dignidad absolutamente intocable.

Precisamente porque en el hombre hay algo más que mera bios, también su vida biológica resulta infinitamente valiosa. No queda a disposición de cualquiera, pues está revestida de la dignidad de Dios. No hay consecuencias, por más nobles que sean, que puedan justificar experimentos sobre el hombre.

Después de todas las experiencias crueles de abuso del hombre, aunque las motivaciones pudieran parecer muy elevadas moralmente, esas palabras eran y son necesarias. Resulta evidente que la fe es la defensa de la humanidad. En la situación de ignorancia metafísica en la que nos encontramos, y que resulta a la vez atrofia moral, la fe se muestra como lo humano que salva. El Papa, como portavoz de la fe, defiende al hombre contra una moral aparente que amenaza con aplastarlo.

Por último, debemos considerar la gran encíclica Fides et ratio, sobre la fe y la filosofía. El tema de la verdad, que marca toda la obra magisterial del Santo Padre, se desarrolla aquí en todo su dramatismo. Afirmar la cognoscibilidad de la verdad, o sea, anunciar el mensaje cristiano como verdad reconocida, se ve hoy en gran medida como un ataque a la tolerancia y al pluralismo. La verdad se convierte incluso en una palabra prohibida.

Pero precisamente aquí entra en juego, una vez más, la dignidad del hombre. Si el hombre no es capaz de llegar a la verdad, entonces todo lo que piensa y hace es puro convencionalismo, mera tradición. Como hemos visto, no le queda sino el cálculo de las consecuencias. Pero, ¿quién puede abarcar realmente con la mirada las consecuencias de las acciones humanas? Si es así, todas las religiones son sólo tradiciones, y naturalmente también el anuncio de la fe cristiana es una pretensión colonialista o imperialista.

El cristianismo no está en contradicción con la dignidad del hombre únicamente si la fe es verdad, pues no daña a nadie; más aún, es el bien lo que nos debemos recíprocamente. Como resultado de los grandes éxitos en el ámbito de las ciencias naturales y de la técnica, la razón ha perdido la valentía ante los grandes interrogantes del hombre: sobre Dios, sobre la muerte, sobre la eternidad, sobre la vida moral. El positivismo se extiende sobre el ojo interior del hombre como una catarata. Pero si estos interrogantes, decisivos al final para nuestra vida, quedan relegados al ámbito de la pura subjetividad y, por tanto, en definitiva, de la arbitrariedad, nos hemos quedado ciegos por lo que atañe a nuestra realidad de hombres.

Partiendo de la fe, el Papa pide a la razón que tenga la valentía de reconocer las realidades fundamentales. Si la fe no tiene la luz de la razón, se reduce a pura tradición, y con ello declara su profunda arbitrariedad. La fe no necesita la valentía de la razón por sí misma. No está contra ella, sino que la impulsa a pretender de sí las grandes cosas para las cuales ha sido creada. Sapere aude: con este imperativo Kant describió la naturaleza del iluminismo.

Se podría decir que el Papa, de un modo nuevo, apela a una razón que se ha hecho metafísicamente pusilánime: Sapere aude! Pretende de ti misma poder hacer grandes cosas. A esto estás destinada. La fe —así nos dice el Papa— no quiere hacer que calle la razón, sino que la quiere liberar del velo de la catarata que, frente a los grandes interrogantes de la humanidad, está ampliamente extendido sobre ella.

Una vez más, se ve que la fe defiende al hombre en su realidad de ser humano. Josef Pieper expresó una vez este pensamiento: "En la época final de la historia, bajo el señorío de la sofística y de una pseudofilosofía corrupta, la verdadera filosofía se podrá unir en la unidad primordial con la teología" y afirmó que así, al final de la historia, "la raíz de todas las cosas y el sentido último de la existencia —que quiere decir: el objeto específico de la filosofía— será visto y considerado sólo por los que creen".

Ahora bien, nosotros no estamos, en la medida en que se puede saber, al final de la historia. Pero corremos el peligro de negar a la razón su auténtica grandeza. Y el Papa considera, con razón, que la fe está llamada a impulsar a la razón a tener nuevamente la valentía de la verdad. Sin la razón, la fe fracasa; sin la fe, la razón corre el riesgo de atrofiarse. Está en juego el hombre. Pero, para que el hombre sea redimido, hace falta el Redentor. Necesitamos a Cristo, hombre, que es hombre y Dios, "sin confusión ni división" en una única persona, Redemptor hominis.

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¿Por qué la Iglesia canoniza hoy?

«Se ha de afirmar sin medias tintas que la santidad, a la que no hay nadie que no esté llamado, exige el heroísmo; pero, a la vez, es necesario apartar decididamente de la imaginación todo lo que la haga consistir en hechos extraordinarios»

El simposio sobre Historia de la Iglesia en España y América celebrado en Sevilla en abril de 2002 abordó la figura de algunos cristianos ejemplares del siglo XX como modelos para la gente del siglo XXI. Ante un ambiente en el que nunca faltan ejemplos de santidad, pero imbuido de materialismo y encerrado en el horizonte estrecho de una búsqueda incesante del bienestar y de un hedonismo sin freno, la reacción de la Iglesia incluye un empeño redoblado en el recurso a la intercesión de los Santos y su propuesta como ejemplo que inspire la respuesta de todos los fieles a esa urgencia de santidad que hoy se experimenta de manera tan evidente. En su intervención, el Cardenal Saraiva, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, contestó a la pregunta ¿Por qué la Iglesia canoniza hoy?

1. La santidad canonizada

El tema de mi conferencia coincide con la razón de ser del Dicasterio de la Santa Sede que presido y con el servicio a la Iglesia prestado por éste. En efecto, el intenso trabajo desarrollado por la Congregación de las Causas de los Santos tiene como finalidad colaborar de una manera directa e inmediata con el Papa, en el procedimiento que precede a la proclamación de algunos hombres y mujeres como Beatos o como Santos, para presentarlos a todos los fieles como modelos o como ejemplos que se pueden imitar —porque a lo largo de su vida practicaron en grado heroico las virtudes— y como intercesores ante Dios, autorizando a la vez el culto público en su honor.

La canonización es el acto mediante el cual el Papa incluye el nombre de un Siervo de Dios en el catálogo de los Santos. El Romano Pontífice llega a esta decisión después de haber escuchado no una voz, que en términos musicales podríamos llamar un solo, sino un coro de voces: a) la voz del pueblo de Dios —del conjunto de los creyentes—, que atribuye fama de santidad o de martirio a ese candidato a los altares; b) la voz de las pruebas, recogidas en un procedimiento judicial, que muestran su heroísmo en la práctica de las virtudes o su aceptación del martirio por la fe; y c) la voz de Dios, que da su asentimiento a la canonización mediante un milagro realizado por intercesión de su Siervo[1].

La naturaleza de la canonización queda expresada en la fórmula utilizada por el Papa al proclamar un nuevo Santo. La fórmula es:

«Para tributar honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica e incremento de la vida cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y con la autoridad Nuestra, después de haberlo meditado detenidamente, de haber invocado repetidamente la ayuda divina y de haber escuchado el parecer de muchos Hermanos nuestros en el Episcopado, declaramos y definimos Santo al Beato N., incluimos su nombre en el Catálogo de los Santos y prescribimos que en toda la Iglesia sea honrado como Santo»[2].

La fórmula que acabo de leer pone de manifiesto dos aspectos que constituyen parte integrante de la canonización de un Santo. Las palabras «declaramos y definimos Santo al Beato N. e incluimos su nombre en el Catálogo de los Santos» hacen referencia a un acto de la potestad de Magisterio del Papa[3] a su vez, la frase «prescribimos que en toda la Iglesia sea honrado como Santo» establece de manera preceptiva que se le tribute culto público con carácter universal.

1.1. Los Santos Canonizados

¿Cuántos son los Santos canonizados? Por lo que se refiere al pasado, desde que en 1588 fue instituida la Congregación de las Causas de los Santos (antes llamada de Ritos) hasta el comienzo del pontificado de Juan Pablo II, los Santos eran 296 y los Beatos 808. A lo largo de su Pontificado, Juan Pablo II ha canonizado 459 Santos, de los cuales 400 son mártires y 59 confesores; y está previsto que a éstos se añadan otros 9 en el presente año; asimismo ha proclamado 1.274 Beatos (1.019 mártires y 255 confesores). Además, ha otorgado a Santa Teresa del Niño Jesús el título de Doctora de la Iglesia[4] y, como Patronos de Europa, ha añadido a San Benito los Santos Cirilo y Metodio y las Santas Brígida, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein)[5].

Los datos expuestos plantean espontáneamente una reflexión y algunas preguntas.

Ante todo, una reflexión: si el número de los cristianos que han vivido santamente se redujese a los que han sido canonizados o proclamados Beatos, nos veríamos obligados a reconocer el fracaso total de la Iglesia en el cumplimiento de su misión. Por fortuna, no es así, puesto que en ninguna época han faltado los santos, que constituyen una multitud innumerable, cuya conmemoración celebramos en la solemnidad de Todos los Santos. En la Iglesia una y única, quienes peregrinamos en esta tierra nos sabemos unidos vitalmente con aquellos hermanos nuestros fallecidos en el Señor que han alcanzado ya la gloria eterna o, purificándose, aguardan su entrada en el Cielo. Nos sentimos en comunión con ellos y, como leemos en el Capítulo VII de la Constitución Lumen gentium, «por su unión íntima con Cristo, los bienaventurados consolidan en la santidad a toda la Iglesia, ennoblecen el culto que ésta tributa a Dios aquí en la tierra y contribuyen de muchas maneras a su edificación»[6].

1.2. Finalidad de la beatificación o canonización

Lo anterior nos lleva a reflexionar, en primer término, sobre una cuestión general: ¿qué finalidad busca la Iglesia cuando declara Santos o Beatos a algunos de sus fieles? Asimismo nos plantea algunas preguntas el número elevado de canonizaciones y de beatificaciones durante el pontificado de Juan Pablo II: ¿hemos de atribuir un significado y una función particular a las canonizaciones en la pastoral de la Iglesia durante estos albores del milenio en el que acabamos de entrar? ¿Por qué el Papa actual ha querido intensificar el ritmo de esas ceremonias, hasta superar —más: llegando a duplicarlo abundantemente— el número de los Santos y de los Beatos proclamados por todos sus predecesores desde que fue fundada la Congregación de las Causas de los Santos? ¿Son excesivas estas cifras?

Acabo de enunciar varias cuestiones, y trataré de analizar por orden cada una de ellas.

¿Cuál es el fin de una canonización? Encontramos la respuesta adecuada en la fórmula, que he citado hace poco, empleada por el Papa para proclamar un Santo. Leemos en efecto: «Para tributar honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica e incremento de la vida cristiana...».

Estas pocas palabras expresan de manera completa el sentido de una canonización. Toda la creación y, dentro de ella, de manera eminente, el hombre, mira a dar gloria a Dios. Como dice lapidariamente San Ireneo, «gloria de Dios es el hombre vivo»[7], pero —podemos añadir a manera de glosa— el hombre da gloria a Dios no sólo porque vive, sino también y sobre todo, porque hace realidad en su existencia el proyecto que el Señor ha trazado para él. Por eso, en la vida de la Iglesia, desde sus comienzos, aparece como una constante el reconocimiento público de la santidad de los mártires o de quienes han practicado las virtudes de manera heroica y gozan de esa fama entre los fieles. Al proclamarles Beatos, y más tarde Santos, la Iglesia eleva su acción de gracias a Dios a la vez que honra a esos hijos suyos que han sabido corresponder generosamente a la gracia divina y les propone como intercesores y como ejemplo de la santidad a la que todos estamos llamados. Las beatificaciones y canonizaciones tienen siempre como finalidad la gloria de Dios y el bien de las almas.

1.3. Las canonizaciones en la pastoral de Juan Pablo II

En la Carta Apostólica en la que traza el programa para el nuevo milenio, el Papa describe las prioridades de «la tarea pastoral apasionante que aguarda a la Iglesia en el momento presente»[8], a las que antepone la siguiente consideración:

«Ante todo, no dudo en afirmar que el punto de mira ante el que debe situarse todo el camino pastoral es el de la santidad. [...] Es necesario descubrir en todo su valor programático el Capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, titulado "La vocación universal a la santidad". Si los Padres conciliares pusieron en evidencia esta temática con tanta fuerza, no fue para dar una especie de retoque espiritual a la eclesiología, sino para hacer que de ella brotase una dinámica intrínseca y cualificante. [...] "Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: "Todos los fieles, cualquiera que sea su estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Const. Lumen gentium, n. 40)»[9].

El Santo Padre proporciona así la clave para comprender qué papel juegan en su plan pastoral las beatificaciones y las canonizaciones. Él mismo nos dice: «Los caminos de la santidad son múltiples y se adaptan a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos, entre ellos a muchos laicos, que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es hora de proponer de nuevo a todos con convicción esta "medida alta" de la vida cristiana ordinaria: toda la vida de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe orientarse en esta dirección»[10].

Y asimismo el Papa, poniendo de manifiesto la importancia de canonizar a laicos, ha escrito en la Exhortación Apostólica Christifideles laici: «Es natural recordar aquí la solemne proclamación de fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y como santos (que tuvo lugar el 4 de octubre de 1987)[11] Todo el pueblo de Dios, y en particular los laicos, encuentran ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes heroicas practicadas en las condiciones comunes y corrientes de la existencia humana. Como han expresado los Padres Sinodales: "Las Iglesias locales y sobre todo las así llamadas Iglesias más jóvenes han de prestar atención a descubrir entre sus miembros a aquellos hombres y mujeres que han dado testimonio de la santidad en las circunstancias ordinarias del mundo y en el estado conyugal y que pueden ser ejemplo para otros. Hay que descubrirlos de manera que, si se da el caso, puedan ser propuestos para la beatificación y canonización"»[12].

1.4. El número actual de canonizaciones

Podríamos continuar sin detenernos más, pero vale la pena escuchar la voz del Papa, que responde directamente a quien se pregunta si no habrá aumentado en demasía el número de las beatificaciones y canonizaciones: «Se oye a veces —escribe el Santo Padre— que actualmente son demasiadas las beatificaciones. Pero esto, además de ser un reflejo de la realidad, que por la gracia de Dios es la que es, corresponde al deseo expreso del Concilio Vaticano II. El Evangelio se ha extendido por todo el mundo y su mensaje ha echado unas raíces tan profundas, que precisamente el número elevado de beatificaciones refleja de manera viva la acción del Espíritu Santo y la vitalidad que de Él brota en el campo más esencial para la Iglesia, que es precisamente la santidad»[13].

Y, dentro del ámbito de la preparación pastoral de toda la Iglesia para la entrada en el Tercer Milenio, Juan Pablo II afirmó: «Durante estos años se han multiplicado las canonizaciones y las beatificaciones, que ponen de manifiesto la vitalidad de las Iglesias locales, hoy mucho más numerosas que en los primeros siglos y en el primer milenio. La manifestación de honor más grande, que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio, será la manifestación de la presencia omnipotente del Redentor mediante los frutos de fe, de esperanza y de caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en las diversas formas de la vocación cristiana»[14].

Es notoria asimismo la insistencia con que el Papa ha subrayado la importancia que para la Iglesia revisten los mártires del siglo XX: «Al concluir el segundo milenio, la Iglesia es de nuevo una Iglesia de mártires. Las persecuciones contra los creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos— han constituido una siembra abundante de mártires en distintos lugares del mundo. (...).

Se trata de un testimonio que no puede relegarse al olvido. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrándose con notables dificultades de organización, puso los medios para recoger en los martirologios el testimonio de los mártires.

En nuestro siglo han vuelto a aparecer los mártires, frecuentemente ignorados, como "soldados desconocidos" de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible, no puede permitirse en la Iglesia que se pierdan esos testimonios. Como ha sugerido el Consistorio (del 13 de junio de 1994), es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo que está en su mano para que no perezca la memoria de cuantos han sufrido el martirio, recogiendo para eso la documentación oportuna. Esto llevará también consigo, necesariamente, una repercusión y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es quizá el más persuasivo. La communio sanctorum habla con tono más alto que los factores de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto a los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia tributaba el honor más alto a Dios mismo; en los mártires veneraba a Jesucristo, artífice de su martirio y de su santidad»[15].

En las enseñanzas de Juan Pablo II son muchas las referencias al papel que desempeña el testimonio de los mártires no sólo en la vida de cada uno de los fieles y de la comunidad eclesial, sino también en aquellas cuestiones pastorales de envergadura que constituyen asimismo un objeto preferencial de la solicitud del Papa, como son la nueva evangelización de Europa, la unión entre Oriente y Occidente y entre todos los cristianos, o la recuperación de la fisonomía cristiana por parte de naciones sometidas al comunismo durante muchos años[16].

2. La santidad

2.1. La santidad como identificación con Jesucristo

Ha llegado el momento de entrar en el punto central de la cuestión que nos ocupa. ¿Qué es la santidad? La santidad hace referencia necesariamente a la meta última hacia la que ha de dirigirse la persona humana.

De manera más o menos explícita, todo hombre se plantea preguntas que podrían formularse así: ¿quién soy? ¿cuál es el sentido de mi existencia en esta tierra? ¿qué he de hacer para saciar los deseos que anidan en mi corazón?[17].

Con la luz de la razón natural y de la fe comprendemos que Dios ha creado el mundo para manifestar su gloria. El Concilio Vaticano I afirma: «En su bondad, con su virtud omnipotente y con decisión libérrima, este solo Dios verdadero ha creado a la vez, desde el comienzo del tiempo, una y otra criatura, la espiritual y la corporal, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirir nueva perfección, sino para manifestarla a través de los bienes que concede a sus criaturas»[18].

Por el solo hecho de existir, la creación proclama la gloria de Dios: «La obra de Dios narran los cielos y la obra de sus manos pregona el firmamento»[19]. Dios, sin embargo, quiso dotar al hombre de un alma espiritual, lo elevó al orden sobrenatural y, después de la caída, le redimió mediante la muerte en la Cruz del Verbo encarnado, haciéndole hijo de Dios por el bautismo[20] y partícipe de la naturaleza divina[21]. «La razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su llamada a la comunión con Dios»[22].

«En la tierra, la persona humana es "la única criatura que Dios ha querido en sí misma"[23]. Ya desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna»[24], que alcanzará su plena realización en la vida futura. «En última instancia, lo que Dios ha querido al crear los seres espirituales es que éstos alcancen su propia plenitud no pasivamente, sino como partícipes de la obra divina. Es particularmente importante entender que este plan divino es intrínseco al acto creador y, por tanto, forma parte del núcleo más íntimo de cada persona: se puede decir, pues, que el ser humano exige un comportamiento moral y que el obrar del hombre no es otra cosa que un despliegue de su proprio ser, de manera que existe una relación íntima e inseparable entre la persona humana, la perfección que ha de alcanzar y el acto humano o moral»[25].

Alcanzar esta plenitud es el fin último y el principio unificador de toda la existencia humana. Lo expresa San Agustín con palabras que se han hecho célebres: «Nos has hecho para ti, Señor, y mi corazón está inquieto hasta hallar reposo en ti»[26]. Esta aspiración hacia el bien absoluto, que comprende todo el ser y todo el obrar del hombre «se hace vida en el cristiano como aspiración a la santidad, entendida como plenitud de su filiación divina, que se hace realidad en esta tierra al seguir e imitar a Jesucristo»[27].

Se comprende así la profundidad del texto de la Constitución pastoral Gaudium et spes en el que leemos que sólo Cristo manifiesta plenamente el hombre al hombre y le da a conocer su vocación altísima[28].

Es oportuno recordar aquí las palabras de San Pablo a los efesios: Dios Padre «en Él (en Cristo) nos ha elegido antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad»[29].

La santidad consiste esencialmente en una plena y total identificación con Cristo. Al expresarnos así no hacemos otra cosa que retomar un capítulo fundamental de la teología paulina. Con referencia a la relación íntima y vital de Jesucristo con quienes han sido regenerados por las aguas del bautismo, San Pablo afirma de manera clara y tajante respecto de sí mismo: «No soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí»[30], palabras que pueden igualmente aplicarse a todo bautizado[31].

Por el bautismo, el cristiano queda constituido hijo de Dios en Jesucristo, su Hijo Unigénito, es decir hijo en el Hijo, como se expresa Juan Pablo II[32]. Podemos decir con San Clemente Romano que «Dios eligió al Señor Jesucristo, y a nosotros con Él»[33]. Así pues es santo —o, mejor, tiende a la santidad— quien trata en todo momento de ajustarse fielmente al proyecto que Dios ha establecido para él y, en su conducta, responde con generosidad a los impulsos de la gracia abandonándose filialmente en las manos de Dios Padre hasta llegar a hacerse no ya alter Christus, sino —con expresión audaz y a la vez precisa, frecuente en la enseñanza de Josemaría Escrivá— ipse Christus[34]. En la Encíclica sobre el Espíritu Santo, el Papa sintetiza así este itinerario, al que está llamado todo cristiano: «Al Padre — en el Hijo — por el Espíritu Santo»[35].

2.2. La santidad en la vida ordinaria

Hemos tenido ocasión de comprobar la insistencia del Santo Padre sobre la vida ordinaria como medio y ocasión de buscar la santidad (cfr. supra, 1.3). Me parece oportuno insistir en este punto, porque considero que es el núcleo del reto pastoral apasionante al que hoy ha de hacer frente la Iglesia, como subraya Juan Pablo II.

En efecto, la santidad lleva consigo el ejercicio de las virtudes en grado heroico, pero ¿qué significa concretamente ese heroísmo?

Si acudimos al Diccionario de la Lengua, encontramos que su descripción de un héroe vale para aquellas personas, distintas de los comunes mortales, que son poco menos que un dios, ilustres y famosos por sus hazañas o por realizar una acción heroica; la figura del héroe aparece también como personaje central de un poema épico o de una epopeya. En resumidas cuentas, algo que se encuentra en el extremo opuesto de una vida ordinaria.

Se ha de afirmar sin medias tintas que la santidad, a la que no hay nadie que no esté llamado, exige el heroísmo; pero, a la vez, es necesario apartar decididamente de la imaginación todo lo que la haga consistir en hechos extraordinarios. En la presentación de un libro y glosando el pensamiento de Josemaría Escrivá[36], hace pocos días, el Card. Joseph Ratzinger ha hecho notar cómo la gran tentación de nuestro tiempo consiste en plantearse la propia vida como si, después del big bang de la creación, Dios se hubiera "apartado" del mundo y no tuviera nada que ver con nuestra existencia diaria. Ante esa visión deformada, el Cardenal invita a descubrir que Dios actúa continuamente y la santidad no consiste en ir por la vida haciendo acrobacias (el clásico "ahora más difícil todavía" del circo), sino en desenvolverse dentro de la más absoluta normalidad —más: santificando esa normalidad—, sin ser ni considerarse superior a los demás, dejando que Dios actúe en nosotros y dirigiéndonos a Él como a un amigo. Por eso mismo, el Card. Ratzinger ponía reparos al uso de la expresión "virtud heroica", reservas comprensibles, desde luego, si el heroísmo hubiera de entenderse según las acepciones que formula el Diccionario de la Lengua, que reflejan una mentalidad muy extendida.

El reto pastoral exige una pedagogía que lleve a descubrir la vida ordinaria como lugar en el que se hace realidad la llamada universal a la santidad y al apostolado. Es necesario profundizar en el significado de los treinta años que Jesucristo, el Verbo encarnado, quiso transcurrir en Nazaret, conocido por todos como el artesano que se ganaba el sustento con el trabajo de sus manos[37], viviendo como uno más entre sus conciudadanos.

No quiero cerrar este apartado sin mencionar el deseo expresado por el Santo Padre, en su Carta Apostólica de preparación para el Jubileo del Tercer Milenio, de añadir en el catálogo de los Santos los nombres de hermanas y hermanos nuestros que hayan santificado su vida ordinaria y se hayan santificado en ella: «de manera especial —leemos— habrá que poner los medios para reconocer el grado heroico de las virtudes de hombres y mujeres que han hecho realidad su vocación cristiana en el matrimonio: estando como estamos persuadidos de que también en ese estado abundan los frutos de santidad, experimentamos la necesidad de encontrar el camino más apropiado para comprobarlos y proponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo de otros esposos cristianos»[38].

Son muy claras estas palabras, con las que el Santo Padre expresaba el deseo de canonizar a hombres y mujeres que hubieran realizado su vocación cristiana en el matrimonio. El deseo se ha cumplido una vez más el 21 de octubre del 2001, fecha en la que Juan Pablo II proclamó Beatos a Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi, elevando a los altares por vez primera en la historia de la Iglesia juntamente al marido y a la mujer, teniendo en cuenta las virtudes que ejercitaron en la vida conyugal y familiar[39].

Se pone así de manifiesto, una vez más, que la vida matrimonial es una verdadera vocación para aquellos —y son mayoría— a quienes Dios llama a constituir una familia y a santificarse en ella y a través de ella.

No podemos olvidar que toda vocación es signo de amor personal por parte del Señor, Padre de misericordia. Es obra de artesanía, no de producción en serie: la vocación, pues, en su ser concreto, recibe un toque personal, tiene en cuenta las circunstancias de cada uno y de cada una, y lleva consigo la gracia para vivir en plenitud de santidad todos y cada uno de los instantes de la existencia en esta tierra. Más aún, la familia se vivifica con una fuente de gracia peculiar: el sacramento del matrimonio, cuyo efecto no se extingue con la celebración de la boda, sino que se prolonga a toda la vida de los cónyuges. ¡Qué importante es reunirse junta la familia, para compartir las alegrías y las dificultades! Para muchos cristianos, la parte más importante de su jornada comienza cuando regresan a su hogar, tantas veces fatigados por el trabajo.

3. Los Santos como ejemplo

En el Capítulo V de la Lumen gentium leemos la siguiente reflexión: «al considerar la vida de quienes han seguido fielmente a Cristo, encontramos un nuevo motivo que nos empuja a buscar la ciudad futura y a la vez se nos muestra el camino seguro por el cual, en medio de las cosas mutables del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la condición propios de cada uno»[40].

Sólo Jesucristo es el modelo, y es también único porque no está fuera de nosotros, sino en nosotros, por la acción del Espíritu Santo. Los Santos no son modelos en sentido proprio, sino copias o reproducciones, más o menos perfectas pero siempre incompletas del Modelo que es Jesucristo[41]. Sin embargo, su vida nos muestra un ejemplo de cómo se hizo realidad en sus circunstancias concretas la identificación con Jesucristo, hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus, que es la substancia y la meta de toda santidad.

«La verdadera historia de la humanidad —enseña el Papa— se identifica con la historia de la santidad (...): los Santos y los Beatos se nos presentan como "testigos", es decir, como personas que, confesando a Cristo, su persona y su doctrina, han dado lugar a una manifestación sólida, concreta y creíble de una de las notas esenciales de la Iglesia, que es precisamente la santidad. Sin ese testimonio continuo, la doctrina religiosa y moral predicada por la Iglesia correría el peligro de confundirse con una ideología meramente humana, siendo como es doctrina de vida, es decir aplicable y traducible a la vida: doctrina que ha de ser vivida, según el ejemplo de Jesucristo, que proclama "yo soy la vida" (Jn 14, 8) y afirma que ha venido para dar esa vida y darla en abundancia (cfr. Ibid., 10, 10). La santidad, no como ideal teórico, sino como camino que se ha de recorrer en seguimiento fiel de Cristo, es una exigencia particularmente urgente de nuestro tiempo. Hoy la gente se fía poco de las palabras y de las declaraciones enfáticas, y quiere hechos, por lo que mira a los testigos con interés, con atención y con admiración. Se podría incluso decir que, para lograr la deseada mediación entre la Iglesia y el mundo moderno, hacen falta testigos que sepan trasvasar la verdad perenne del Evangelio a su propia existencia y, a la vez, hagan de ella un instrumento de salvación de sus hermanos y hermanas»[42].

Comprobamos una vez más la actualidad de las palabras pronunciadas por Pablo VI hace casi treinta años: «el hombre de hoy presta más atención a los testigos que a los maestros; o, si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos»[43].

Los Santos se nos proponen como ejemplo para nuestra vida. Sin embargo, hemos de advertir que, durante siglos, ha prevalecido en la hagiografía un género literario que tiende a dejar de lado su respuesta cotidiana a los impulsos de la gracia y exalta sus gestas heroicas rodeadas de un halo de leyenda, más apropiadas para suscitar la admiración que el deseo de imitarlas, o pone en primer plano fenómenos místicos alejados del plano en el que se mueve el común mortal y de la vida ordinaria a la que nos hemos referido hace poco. ¿Qué podemos o debemos aprender de tantas horas de vela, o de los ayunos y penitencias exorbitantes, de los milagros que se les atribuyen cuando aún estaban entre nosotros o de las apariciones y revelaciones descritas con prolijidad? Sin negar que la acción de la gracia puede llevar a un alma por el camino que acabo de describir, hemos de precisar que esas almas no se han santificado mediante actos heroicos tan llamativos como esporádicos, sino por la fidelidad con la que han sabido ser heroicos esforzándose por buscar la voluntad de Dios en el cumplimiento de sus deberes ordinarios de cada día. Si no fuera así, si su vida se hubiera de reducir a actos aislados fuera de lo común, ciertamente no serían santos y menos aún podrían proponerse como ejemplo digno de imitación.

Lo expuesto hasta aquí nos sitúa ante una pregunta que hemos dejado de lado hasta ahora: ¿con qué criterio se escogen los candidatos a la canonización? Podemos responder que se propone para que sean canonizados a aquellos que constituyen una figura particularmente significativa, porque son conocidos dentro de un sector amplio del pueblo de Dios y gozan de verdadera fama de santidad, de manera que los fieles acuden a ellos como intercesores ante el Señor. Está claro que si se nos proponen como ejemplo —o, si preferimos, como modelo, con las puntualizaciones anteriormente expuestas—, no es para que imitemos su vida al pie de la letra, pues solamente Cristo es el modelo que hemos de imitar siempre hasta hacer nuestros sus sentimientos[44], sino para que traslademos a las circunstancias de nuestra situación y de nuestra vida ordinaria su repuesta radical y total a la voluntad de Dios.

4. Los Santos como intercesores

También en el Capítulo VII de la Lumen gentium, que ha sido nuestro punto de partida en las reflexiones expuestas hasta aquí, se recoge la enseñanza del Concilio Tridentino[45], para recordar que es razonable dirigir a los santos «nuestras súplicas y recurrir a su oración y a su intercesión poderosa para obtener gracias de Dios mediante su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es nuestro único Redentor y Salvador»[46].

En la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, esta intercesión se refiere sobre todo a lo que es fin principal de la Iglesia: la santificación de sus miembros. Si la santidad lleva consigo necesariamente buscar el bien de los demás, es lógico que permanezca siempre y se ejercite sin cesar la caridad de quienes, por gozar de la gloria eterna y estar cerca de Dios, siguen amando a sus hermanos, más incluso que cuando se encontraban en esta tierra. Es natural, por tanto, acudir a la intercesión de los Santos para pedir aquello que cuenta por encima de todo: la gracia de cumplir generosamente la voluntad de Dios y encaminarse así a la santidad. Y es lógico asimismo que ellos muestren interés ante todo por esta santidad, sin la cual todo lo demás carece de sentido[47].

Sin embargo, esto no impide que la intercesión de los Santos obtenga de Dios otros beneficios, también de carácter material. El sensus fidei y la experiencia cotidiana de muchos fieles testifican estos favores, fruto de la sobreabundancia de caridad de los Santos, cuya cercanía a Dios no les aleja de una auténtica humanidad, antes bien la hace crecer en ellos.

Dentro del marco del Simposio sobre Los Santos del siglo XX, testigos del siglo XXI, los organizadores me habían propuesto, y lo he aceptado gustosamente, una conferencia que tuviera por título Por qué la Iglesia canoniza hoy. Considero que he respondido a las preguntas implícitas en ese título. En efecto, he expuesto las razones perennes por las que, desde sus comienzos, la Iglesia considera parte de su fe y de su identidad venerar a los Santos. Y he glosado las palabras con las que Juan Pablo II explica por qué, durante su pontificado, no sólo ha seguido la línea de sus predecesores, sino que ha aumentado de manera llamativa el número de las canonizaciones y beatificaciones: no es éste un hecho accidental, sino una opción plenamente consciente que forma parte del programa de santidad y de evangelización que el Santo Padre propone a toda la Iglesia.

Acercándonos a la conclusión, es oportuno volver al que ha sido nuestro punto de partida: la santidad es identificación con Cristo, plenitud de la filiación divina, hasta llegar a ser no ya alter Christus, sino ipse Christus, de manera que la vida entera, la vida ordinaria de cada uno, se oriente al Padre por el Espíritu Santo. Jesucristo es la Cabeza del Cuerpo Místico, compacto y siempre unido[48], del que forman parte quienes han llegado ya al Cielo o se purifican para entrar en la Gloria o aún peregrinan en la tierra. En esta maravillosa comunión de los santos y comunicación de bienes se hace realidad la santidad de cada uno de sus miembros.

La Reina de los Santos, que está en los labios y en el corazón de tantos y tantos en esta Tierra de María Santísima, colmará de eficacia el deseo de todos de colaborar como instrumentos del Señor para la realización de esta tarea que se manifiesta cada día más urgente.

Card. José Saraiva Martins