viernes, 19 de noviembre de 2010

MADRE DE DIOS Y MADRE NUESTRA

MADRE DE DIOS

Y

MADRE NUESTRA

INICIACIÓN A LA MARIOLOGÍA

Novena edición revisada

EDICIONES RIALP. S.A.

MADRID

Primera edición: febrero 1996

Novena edición [española] revisada: febrero 2008

Con aprobación eclesiástica del Arzobispado de Madrid, febrero 1996

INTRODUCCION

La fe católica es cristocéntrica. Cristo Jesús, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es principio y fin, alfa y omega, el gran pontífice que ha restablecido la unión del hombre con Dios mediante su encarnación, vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión a los cielos. Así ha roto las cadenas que nos hacían esclavos de nuestras pasiones ‑desordenadas por el pecado ‑; del demonio, que por el pecado ejerce cierto poder sobre el pecador; y de la muerte, que es la consecuencia más dramática de la ruptura con Dios que el pecado causa. A la vez, Jesucristo nos ha merecido una elevación (por participación) a la vida divina ‑, esto es, a la vida de la Gracia, con las virtudes sobrenaturales, los dones y frutos del Espíritu Santo ‑, más elevada e íntima que aquella que gozaron nuestros primeros padres en el paraíso. Jesucristo, de un modo que no hubiéramos podido soñar, nos ha hecho hijos de Dios y nos ha abierto las puertas del Cielo. La Redención pues, de hecho, no es sólo «rescate» de la esclavitud que implica el pecado, sino «justificación», «santificación».

La misericordia divina resplandece en la encarnación del Verbo y en toda su obra salvífica. Sólo Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, es mediador perfecto entre Dios y los hombres, capaz de unir en El, Dios a los hombres y los hombres a Dios. Según la conocida expresión de San Pablo: «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» [1]. Pero Cristo Jesús no es un «mediador solitario». Así como Dios es el único Bueno [2], por Esencia, pero hace partícipes de su bondad a todas sus criaturas en diferentes grados y modos, así también ha querido hacer partícipes de su mediación a los hombres. Jesucristo, siendo el único Redentor, ha querido asociar a todos los hombres a tomar parte activa en su obra salvífica[3], al extremo de que podamos llamarnos, legítimamente, corredentores con Cristo.

De manera singular y sublime, Jesús ha querido unir a su ser y a su misión de Hombre Salvador a la Virgen María, Madre suya por obra del Espíritu Santo. En la actual economía de la Redención, ya no puede entenderse cabalmente la salvación realizada por Cristo, sin la singular presencia activa de la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, adornada por el Creador con privilegios extraordinarios, que vamos a resumir aquí. María ha sido singular y «valerosa solidaria» de la obra redentora de Cristo Jesús [4].

Ella en modo alguno nos puede alejar de Cristo. Al contrario, «nadie en la historia del mundo ha sido más cristocéntrico, más cristo‑foro (portador de Cristo) que Ella. Nadie ha sido más semejante a Cristo, no sólo con la semejanza natural de la madre con el Hijo, sino con la semejanza del Espíritu y de la santidad» [5]

Dios podía salvarnos de diversas maneras. Quiso hacerlo - y la Iglesia reconoce que hay poderosas razones para ello - del mejor modo posible. Quiso asumir nuestra condición humana - salvo el pecado - y nacer de mujer. La respuesta de María fue en todo libérrima y por eso puede participar meritoriamente en todo lo largo y lo ancho del misterio de la redención y santificación de la humanidad.

Como es lógico, la primera edición del presente libro fue elaborada básicamente bajo la inspiración del extenso y vigoroso Magisterio de Juan Pablo II. En esta novena edición hemos procurado recoger los textos más significativos del Magisterio de Benedicto XVI –también los anteriores a su elevación a la cátedra de Pedro- hasta la fecha (6 de enero de 2008) relativos a lo aquí tratado. Hemos ampliado un poco –no todo lo que desearíamos- los temas Maternidad espiritual de María, “Corredención” y Culto a la Madre de Dios. Hemos procurados explicar mejor algunos puntos particulares y confío en que haya sido para una mejor comprensión del misterio mariano. Me hubiera gustado haber añadido un capítulo específico sobre la relación entre María y la Iglesia: el espacio disponible no lo ha permitido. Espero una ulterior ocasión y que los interesados acudan a la buena bibliografía de estos últimos lustros, que fácilmente puede encontrarse, sobre todo en los textos de Juan Pablo II y Benedicto XVI, tan asequibles ahora por medio de Internet (www.vatican.va)

El autor

CAPITULO I

LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA VIRGEN

Un poco de historia

En el siglo V, a los cristianos de Oriente ya les resultaba bastante familiar la palabra Theotókos, que significaba “aquella que ha engendrado a Dios”, es decir, Deípara o Madre de Dios. El patriarca de Constantinopla era a la sazón Nestorio (año 428). Sabía que no se trataba de una nueva versión de las teogonías o fábulas paganas en las que ciertos personajes se convertían en "diosas" o "dioses"; nada más ajeno al pensamiento cristiano, incluido el de aquella época. Su problema era más complicado. Nestorio creía que el Cristo era un sujeto humano, unido pero distinto al Verbo; un hombre extraordinario, unidísimo a la Divinidad, pero no verdadero Dios. María podía ser llamada Cristotókos, Madre del Cristo; pero, de ningún modo, Theotókos.

Hacía un siglo, el Concilio de Nicea, año 325, había proclamado al Logos, «consubstancial» con el Padre (Dios Eterno). Nestorio no podía concebir que una mujer pudiera engendrar y alumbrar al Logos hecho hombre. No cabe minimizar la dificultad desde una perspectiva meramente racional, pero la fe recibida de la Iglesia así lo requería, el pueblo fiel lo creía firmemente y advertidos el Papa Celestino y san Cirilo confirmaron la verdad cristológica: el Logos del Padre, Segunda Persona de la Trinidad, consubstancial al Padre, ha asumido una naturaleza humana, de modo que, sin dejar de ser lo que era, se hizo lo que no era. Para despejar cualquier duda posible, se convocó un nuevo Concilio, el de Éfeso, año 431.

Hacia la inteligibilidad del misterio

Pero antes de adentrarnos en las definiciones del Magisterio sobre el misterio de Cristo y de la Maternidad divina, es conveniente que nos acerquemos a su inteligibilidad, esclareciendo dos conceptos que hemos de utilizar necesariamente para comprender tanto la unidad de Cristo como la maternidad divina de María: se trata de los conceptos de “naturaleza” y de “persona”.

Que María sea Madre de Dios implica otro misterio elevadísimo, quizá el de más difícil comprensión para los hombres: el de la Encarnación del Verbo, por la cual, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió una naturaleza humana formada en el seno de María Virgen, de manera que el hombre así concebido es hombre verdadero, pues verdaderamente humana es la naturaleza creada que asumió y posee, sin dejar por ello de ser Dios. Aunque no sea comprensible o abarcable por la humana razón, este misterio es inteligible, no se opone a la luz de nuestro intelecto, aunque la supere infinitamente.

Naturaleza y persona

Después de las controversias de los primeros siglos sobre el ser de Cristo, para expresar el misterio del Dios-Hombre, la Iglesia se ha servido de las palabras que traducimos al castellano por “naturaleza” y “persona”. No son términos sinónimos: designan principios realmente distintos, aunque de hecho no haya naturaleza humana sin que esté dotada de “personeidad”, ni persona (humana) que no posea una naturaleza (humana). Nuestra lengua refleja muy certeramente esa distinción, confirmando que no se trata de una sutileza fabricada artificiosamente para explicar algo esotérico o inextricable. En efecto: no es lo mismo preguntar con la palabra “qué” que con la palabra “quién”.

‑Tú, ¿qué eres?

La respuesta puede ser:

‑Yo soy hombre. Es decir soy un individuo de la especie humana; tengo una naturaleza humana, soy humano.

Y ahora una pregunta distinta:

‑Tú, ¿quién eres?

Una respuesta justa sería:

‑Yo soy Pedro. Es decir, en rigor “yo” no soy ante todo un “qué”, soy un “quién”; no soy “algo”, soy “alguien”. Más bien “tengo” una “naturaleza” y “soy” una “persona”.

Las consideraciones metafísicas pertinentes, podrían complicar mucho nuestro discurso, pero es fácil entender que no es lo mismo un “qué” que un “quién”, no es lo mismo lo que llamamos “naturaleza”, que lo que llamamos “persona”. Esta distinción es absolutamente necesaria para entender que no es absurdo ni imposible que una naturaleza humana pueda pertenecer a una persona no humana.

La persona es el sujeto necesario de cualquier naturaleza humana individual. No es pensable lo contrario. Pero sí es pensable, en cuanto nos lo sugiere la Revelación, que Dios pueda crear una naturaleza humana de tal modo que el “yo” de esa naturaleza, es decir, el sujeto que la tiene y sostiene, sea un “Yo” divino, es decir, una de las Personas de la Santísima Trinidad. Es éste un misterio verdaderamente inabarcable. No hubiéramos podido imaginar que Dios ‑ el Dios único, creador y trascendente ‑ pudiera hacer y querer una cosa así; pero una vez sabido, no repugna a la razón. Repugnaría, si naturaleza y persona fueran términos sinónimos. Contradictorio sería que una naturaleza humana fuera a la vez divina o viceversa. Pero no lo es que una Persona divina, sin dejar de ser Dios, es decir, sin dejar de poseer la naturaleza divina, venga a tomar posesión de una naturaleza humana hasta el punto de que El mismo se haga Sujeto de esa humanidad.

La fe católica enseña que Dios, a la vez que formó una naturaleza humana en el seno inmaculado de María, se hizo Sujeto del hombre concebido en María por obra del Espíritu Santo. De manera que, desde el instante en que la Virgen dijo “fiat”, El Verbo pudo decir: “este hombre soy Yo”. Jesús, engendrado por obra del Espíritu Santo, es verdadero hombre porque tiene una naturaleza real y perfectamente humana. Y es verdadero Dios, porque la persona que sustenta esa naturaleza no es otra que la del Verbo. El Verbo - Dios eterno -, misteriosamente, viene a ser hombre: uno de nuestra misma especie, alguien con una naturaleza igual a la nuestra (salvo el pecado), pero con una singularidad irrepetible: ese hombre es el Verbo. El “yo” de ese hombre, Jesús, es el “Yo” divino del Verbo.

La persona no es el cuerpo, ni el alma; ni el cuerpo y el alma unidas. Cuerpo y alma componen la naturaleza humana, hacen a un hombre perfecto y completo. Pero decir persona es decir más que hombre perfecto: es decir sujeto irreductible, independiente, autónomo respecto a cualquier otro; del que predicamos la generación, la concepción, el nacimiento, la filiación. En este sentido, el “sujeto” de Jesús, o, más exactamente, el “sujeto” llamado Jesús, hijo de María, es verdaderamente el Verbo.

En Cristo, pues, no hay persona humana, lo que no obsta para que su naturaleza humana sea perfecta: tiene todas las perfecciones que tiene o puede tener cualquier naturaleza humana. También está sostenida, actualizada, vivificada, por una persona, con la particularidad de que ésta es la Segunda de la Santísima Trinidad. María engendró, por obra del Espíritu Santo a un verdadero hombre que era, desde el primer instante de su existencia, verdadero Dios.

Que María es Madre del hombre Jesús, no tiene duda, por la sencilla y contundente razón de que le da todo lo que una madre da a su hijo. Pero es preciso añadir enseguida: el “quién” de Jesús es el de la Segunda Persona de la Trinidad. Ahora bien, las verdaderas madres lo son del hijo completo, es decir, de la naturaleza y de la persona. Es lógico, porque persona y naturaleza son realidades distintas, pero no separables. De ahí que justa y verdaderamente se llame a María Madre de Dios, por haber engendrado la naturaleza humana de Jesús, cuya persona es divina. Volvamos a decir: María da a Jesús - es decir, a Dios Hijo - todo lo que una madre da a su hijo. Ella es, pues, sin lugar a dudas y en un sentido propio, Madre de Dios Hijo.

Esta explicación encaja perfectamente con la formulación católica del dogma, definido por la Iglesia en el Concilio de Éfeso (año 431) frente a los errores de Nestorio: “la Santa Virgen es Madre de Dios, pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne” [6]. El Concilio de Calcedonia enseñó que Cristo fue “engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad” [7]. Y añade que no puede llamarse a “la Virgen María Madre de Dios en sentido figurado” [8], hay que afirmarlo en sentido propio.

A lo largo de la Historia de la Iglesia, el Magisterio, sin cesar, ha ido saliendo al paso de los distintos errores acerca del misterio de la Maternidad divina, afirmando, entre otras cosas, que Jesucristo:

-«El Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado»[9].

‑«Ni tomó un cuerpo celeste que pasó por el seno de la Virgen a la manera que el agua transcurre por un acueducto» [10], como pensaban los gnósticos;

‑«De la Virgen nació su cuerpo sagrado (el de Cristo), dotado de alma racional, al cual se unió hipostáticamente el Verbo de Dios» [11]

El último Concilio Ecuménico Vaticano II, haciéndose eco de la constante enseñanza de la Iglesia, afirma en la introducción del capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium que «efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del Ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor». [12] El Papa Juan Pablo II no se cansaba de recordar este gran misterio, para gozo y fortaleza de todos los fieles [13].

La Maternidad divina de María en la Sagrada Escritura

Aunque no con la claridad del Nuevo Testamento, en el Antiguo, no faltan veladas alusiones al misterio que estamos estudiando[14]. Comenzando por Eva, a pesar de su desobediencia, porque de su linaje saldrá una vencedora del Maligno y verdadera “madre de los vivientes” [15]. Sara, en edad avanzada, concebirá un hijo [16] y se le dirá, como a María, que “nada es imposible para Dios” [17]. María concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre es Emmanuel [Dios con nosotros]” [18]. Judit será “bendita entre las mujeres” [19]. Y preanuncios (tipos) claros de María son también Débora, Rut, Ester y muchas otras. También aparece en el Antiguo Testamento una figura llamada gebirah, o madre del rey, reina madre, con dignidad y poderes ante el mismo rey. Por ejemplo, Salomón se postra delante de su madre Betsabé y la sienta en su trono [20]. Veremos a María coronada por la Trinidad como Reina y Señora de todo lo creado. Finalmente, varios profetas hablan simbólicamente de una “Hija de Sión” que representa el misterio del pueblo de Israel en los tres aspectos de Esposa, Madre y Virgen, que se realizarán plenamente en el misterio de María.

En el Nuevo Testamento la maternidad divina de María se afirma implícitamente, siempre que habla de Ella como “Madre de Jesús”, el cual declaró sin lugar a dudas que es Dios, cosa que entendieron muy bien sus enemigos, los cuales en ello vieron blasfemia y encontraron pretexto para llevarle a la cruz [21]. El texto más primitivo es Gálatas 4, 4-5, donde el Apóstol menciona a María sin nombrarla. Dice de Jesús que fue «nacido de mujer» [22]. Marcos llama a Jesús «hijo de María» e «Hijo de Dios» [23]. En Mateo y Lucas la palabra Madre se emplea tanto en el relato de la Concepción como en el del Nacimiento [24]; al anunciar a María, el Ángel le dice: “concebirás y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” [25].

El Nuevo Testamento enseña también explícitamente el misterio:

El ángel dice a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado hijo de Dios” [26].El hijo de María se llamará «Emmanuel ... Dios con nosotros» [27]. A José, el Ángel le anuncia que Jesús «salvará a su pueblo» (1, 21c), expresión que en el AT se reserva a Dios. Y que lo salvará «de sus pecados» (1, 21d), poder que se atribuye sólo a Dios [28]. Ilustrada por el Espíritu Santo, Isabel saluda a María, «¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” [29]. Los judíos llamaban a Dios “su Señor». Y por el contexto tanto el próximo como el remoto, hay que entender aquí el título de “Señor” en sentido trascendente, divino.

Los Padres más cercanos a la enseñanza de los Apóstoles, como San Ignacio de Antioquía (+ 107), hablan de la maternidad divina de María. Cabe destacar a San Justino (+ 165), San Ireneo (+ 202), Tertuliano (+ 220/230), San Hipólito (+ 235). Orígenes es el primero que nos da noticia de la feliz fórmula «Theotókos» (=Madre de Dios), que encontramos luego en autores tan importantes como San Atanasio, San Dídimo, San Gregorio de Nisa, San Cirilo de Jerusalén, San Epifanio de Salamina, San Juan Damasceno. El término latino equivalente se encuentra en San Ambrosio de Milán, San Jerónimo y otros.

Dignidad de la Madre de Dios

«Por el hecho de ser Madre de Dios, afirma santo Tomás de Aquino, tiene una dignidad en cierto modo infinita, a causa del bien infinito que es Dios. Y en esa línea no puede imaginarse una dignidad mayor, como no puede imaginarse cosa mayor que Dios» [30]. «Ella es la única que junto con Dios Padre puede decir al Hijo de Dios: Tú eres mi Hijo» [31]. En la misma línea, dice Cayetano: «María, al concebir, dar a luz y alimentar con su leche al Dios humanado, llegó a los confines de la divinidad con su operación propia y natural» [32].

Es cierto que hay un riesgo de exceso verbal en la proclamación de la excelsa dignidad de María. El Concilio Vaticano II «exhorta con empeño a los teólogos y a los predicadores de la palabra divina a que, al considerar la dignidad singular de la Madre de Dios, se abstengan cuidadosamente, tanto de toda falsa exageración como de una excesiva estrechez de espíritu» [33].

Exageración sería considerar a la Virgen revestida de una dignidad divina sin conexión con quien Ella sabe que debe todo cuanto es y puede: su Hijo. La maternidad divina es evidentemente un don sobrenatural del todo gratuito. María se sabe “esclava del Señor”, conoce que su dignidad se debe enteramente a su Creador y Redentor. Pero no podrá considerarse nunca justamente como exageración lo que el Magisterio mismo y la Liturgia de la Iglesia (lex orandi, lex credendi) afirman de Ella: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Sagrario del Espíritu Santo. Para orientarse, bastaría leer el capítulo VIII de Lumen Gentium; o cualquiera de los documentos Marianos pontificios: por ejemplo, la Encíclica de Pablo VI Ecclesiam suam. Así por ejemplo, «la liturgia no duda en llamarla “madre de su Progenitor” y saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: “hija de tu Hijo”» [34]. El resumen puede ser: «más que Ella sólo Dios» [35].

Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del Espíritu Santo

Juan Pablo II ha insistido en esta fórmula - Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo - que pone de manifiesto de un golpe de vista la dignidad excelsa de María [36]. María es de un modo eminente hija de Dios Padre. Es la única criatura que puede decir con Dios Padre a Dios Hijo: “¡Hijo mío!”.

María es Esposa del Espíritu Santo, no por cierto en el mismo sentido en que una mujer es esposa de un varón, pero sí en el sentido de que es el Espíritu Santo quien la llena de gracia, la introduce en la intimidad de la vida intratrinitaria y después «plasma en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo» [37]. Aunque este título fue discutido con ocasión del Concilio Vaticano II, que concluyó sin usarlo, sin embargo lo han hecho posteriormente Pablo VI y Juan Pablo II [38].

Sede de todas las gracias

Predestinada a ser Madre de Dios, María había de ser también predestinada a ser digna Madre de Dios [39]. Era necesario, según la lógica divina, que en el corazón de María hubiese un afecto que aventajase todo lo natural, que alcanzase hasta el supremo grado de Gracia, a fin de que tuviese para su Hijo los sentimientos dignos de una Madre para un Hijo‑Dios.

Del misterio de la plenitud de Gracia en María se han señalado, entre otros, tres aspectos:

a) la total ausencia de pecado y la perfección de todas las virtudes en el alma de María [40].

b) Lo que Santo Tomás llama refluentia o redundantia de la gracia del alma sobre la materialidad del cuerpo de María, que se encontró siempre de algún modo - muy misterioso para nosotros - “introducida” en la vida íntima de la Trinidad.

c) Como consecuencia de lo anterior, María es, en cierto modo, fuente de Gracia para los hombres (en unión, subordinada, por participación, de Cristo) [41].

El misterio de la «Gratia plena» nos introduce en el que vamos a estudiar a continuación: la Inmaculada Concepción de María Santísima.

Reflexiones pedagógicas

Para poder adquirir el certificado del Curso de Mariología

deberá responder las preguntas de todos los envíos

y enviarlas -todas juntas- al final.

1.- ¿Qué quiere decir que Nuestro Señor Jesucristo no es un “mediador solitario”?

2.- ¿Quién ha sido la persona más cristocéntrica de la historia de la humanidad?

3.- ¿Quién era y que creía Nestorio?

4.- ¿Naturaleza y persona son términos sinónimos?¿Por qué?

5.- Jesús, engendrado por obra del Espíritu Santo, ¿es verdadero hombre?

6.- En Cristo, ¿hay una persona humana? ¿Qué personalidad tiene Cristo?

7.- ¿Por qué llamamos a María “La Madre de Dios”?

8.- ¿De quién es la feliz fórmula «Theotókos»? ¿Qué quiere decir?

9.- ¿De dónde proviene la dignidad de la Virgen María?

10.- ¿ Qué escribió San Josemaría Escriva en el 496 de Camino?



1 1 Tim 2, 5.

[2] Cfr. Mt 19, 17.

[3] Cfr. LG, n. 60.

[4] Juan Pablo II, Alocución, Turín, 13-IV-1980.

[5] Juan Pablo II, Homilía en la Basílica de Santa María la Mayor, Roma, 8‑XII‑1980.

[6] DS 252.

[7] DS 301.

[8] DS 427.

[9] CEC, 470. Cfr. GS 22,2; Concilio de Efeso, Carta II de San Cirilo a Nestorio, año 1931; Concilio de Calcedonia, año 451; Concilio II de Constantinopla, can. 6, año 553.

[10] Concilio Florentino, Bula Cantate Domino, 4‑II‑1442.

[11] Concilio de Efeso, Carta II de San Cirilo a Nestorio, año 431.

[12] LG, cap VIII, num. 53.

[13] RCfr., RM, num 4.

[14] Cfr. CEC, n 489.

[15] Gen 3, 15. Analizaremos más adelante este texto.

[16] Cfr. Gen 18, 10-14; 21, 1-2.

[17] Cfr. Gen 18, 14 y Lc 1, 37.

[18] LG n. 55.

[19] Cfr. Judit 13, 18-19 y Lc 1, 42.

[20] Cfr.1 Reg 2, 12-20. En Mt 1, 22-23; 2, 11; Lc 1, 32b-33; 1, 43, se percibe el eco de esta figura.

[21] Cfr. Jn 10, 30-33.

[22] Cfr. LG VIII y RM núm 1.

[23] Cfr. Mc 1, 1; 12, 6-8; 13, 22; 15, 19.

[24] Cfr. Mt 1 y Lc 2.

[25] Lc 1, 31.

[26] Lc 1, 31.

[27] Mt 1, 23b-c. Este texto de san Mateo se entiende en sentido verdaderamente divino, ya que confiesa la divinidad de Jesús resucitado.

[28] Cfr. Mt 9, 2-3; Mc 2, 7.

[29] Lc 1, 43.

[30] Santo Tomás, S. Th., I, q. 25, a. 6, ad 3.

[31] S. Th. III, q. 30, a. 1.

[32] Cfr. S. Th. I-II, q. 103, a. 4, ad 2.

[33] LG, 67.

[34] RM, n. 10.

[35] Cfr. San Josemaria Escrivá, Camino, 496.

[36] RM, n. 8.

[37] RM, n. 1.

[38] Cfr. Pablo VI, MC, AAS 66 (1974) 173 ss.; RM n. 26.

[39] Cfr. LG 56; CEC 490.

[40] LG 53; InD.

[41] Vd. Fernando Ocáriz, María y la Trinidad, en Scrip. Theol. 20 (1988/2-3), pp. 771-772 b.

Capítulo II LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Capítulo II

LA INMACULADA CONCEPCIÓN

[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología]

El dogma

El Dogma de

Capítulo II LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Capítulo II

LA INMACULADA CONCEPCIÓN

[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología]

El dogma

El Dogma de

Capítulo IV LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología]

La definición dogmática

El día 1 de noviembre de 1950, Pío Xll definía solemnemente un nuevo dogma de fe: «Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste» ([1]). Asimismo el Concilio Ecuménico Vaticano II reiteró: «La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo» ([2]). El Catecismo de la Iglesia Católica se expresa con términos idénticos: «La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos» ([3])

El sentido de la definición del dogma es claro: la Virgen María está no sólo con su alma, también con su cuerpo resucitado, junto a su Hijo, en el Cielo. Como sucede con el misterio de la Inmaculada, no se encuentra en la Sagrada Escritura una afirmación explícita de esta verdad, pero, la Bula Munificentissimus Deus enseña que «todas las razones y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos [sobre la Asunción] se apoyan como último fundamento en la Sagrada Escritura» [4].

Antes de entrar en los textos sagrados más significativos, aclaremos el significado de los términos que se utilizan en la definición dogmática.

La Sagrada Escritura, la Liturgia y la Teología usan la palabra «Asunción» para expresar acontecimientos diversos: la Ascensión del Señor, la Encarnación, la entrada del alma santa en el Cielo y, en fin, el traslado (paso o «pascua») de

CAPÍTULO V LA REALEZA DE MARÍA SANTÍSIMA

CAPÍTULO V

LA REALEZA DE MARÍA SANTÍSIMA

[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología, 6.1.2008]

Declaración del privilegio mariano

Al misterio de la Asunción de María Santísima acompaña una prerrogativa muy querida del pueblo cristiano: la Coronación de María Santísima como Reina y Señora de todo lo creado. Lumen gentium así lo declara: «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan ([1]), vencedor del pecado y de la muerte» ([2]).

El tema es riquísimo e inagotable. Contemplaremos aquí solo algunos aspectos del Señorío de Nuestra Madre, su fundamento, modo y consecuencias.

Fundamento y consideraciones teológicas

Fuentes de la Revelación

Al tema de la realeza de Cristo y María está íntimamente unido el de la «recapitulación» en Cristo de todas las cosas [3], que ahora solo podemos insinuar. María ha sido asociada también a la función de Cristo Cabeza de la Humanidad. Con una cierta analogía, se puede afirmar que la Bienaventurada Virgen fue asociada al nuevo Adán, Cristo, formando con Él una sola cosa –una caro, en expresión no simétrica con la de Gen.2, Mc 7,8, Ef 5, 31-32-. Es la Esposa del Redentor, en un sentido espiritual sublime muy hondo. La exégesis bíblica lo descubre. En su seno virginal se encarnó el Logos divino y su Hijo la eleva para siempre, íntegra, con alma y cuerpo, al centro amoroso de la Trinidad, a la derecha de la Cabeza de la nueva Humanidad por Él redimida.

a) Repasemos algunos textos de la Escritura para releerlos con vistas al tema que nos ocupa. Volvamos al libro del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 1). En esta mujer resplandeciente de luz los Padres de la Iglesia reconocieron a María. En su triunfo, el pueblo cristiano, peregrino en la historia, entrevé el cumplimiento de sus expectativas y el signo cierto de su esperanza. [4]

b) Cuando el hijo que milagrosamente llevaba Isabel en el seno se estremece de alegría, al oír el saludo de la Virgen Madre, exclama: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mi?» (Lc 1, 43). Decir «la madre de mi Señor» es tanto como decir «la Señora», «la Reina». Kyrios, «Señor», llegó a ser sinónimo del nombre de Dios [5]. Así se inicia una tradición ininterrumpida. Orígenes comenta esas palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres, tú, la madre de mi Señor, tú, mi Señora» [6]. En este texto, se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» [7]. [8]

Benedicto XVI concluye su estudio sobre la expresión «Reino de Dios» en los Evangelios, diciendo que «la traducción 'Reino de Dios' es inadecuada, sería mejor hablar del 'ser soberano de Dios' o del reinado de Dios» [9]. En otro sentido, añade, «Reino de Dios» es el mismo Cristo, Dios y hombre verdadero en cuanto a su presencia e intervención dinámica en la Historia, conduciendo todo hacia el Padre, para ser todo en todos (Col 3, 11) [10]. Pues bien, esta función capital de Cristo Cabeza, es participada por María como ninguna otra criatura. María participa de la capitalidad de Cristo. Cristo, en términos de San Pablo, «recapitula» en Él todas las cosas (cfr. Ef 1, 10); lo está haciendo: «la plenitud de los tiempos» ha llegado a nosotros (cfr 1 Cor 10, 11). La renovación del mundo está decretada irrevocablemente y se anticipa en cierta manera en este tiempo, pues la Iglesia, aunque todavía necesitada de purificación, posee la santidad plena en su Cabeza y peregrina hacia los nuevos cielos y la nueva tierra (cfr Ped 3, 13); posee todos los medios de santificación –sacramentos e instituciones- a la vez que vive entre las criaturas que gimen todavía con dolores de parto (cfr Rom 8, 19-22). La Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, todavía ha de sufrir mucho, anunciando el Evangelio a muchas naciones, muchos pueblos, muchas personas, hasta que llegue el momento en que Cristo llene todas las cosas (cfr Ef 4, 10), de manera que todas queden transformadas a semejanza de su cuerpo resucitado y glorioso, integradas gozosamente en el «unum» del que hemos hablado en capítulo anterior: «que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti». Todo tendrá a Cristo por Cabeza y «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25) será plenamente comprendida y vivida en la gracia, el amor y la sabiduría de Cristo, en la contemplación inefable de Dios Trinidad, Bien infinito, capaz, en efecto, de saciar sin saciar por toda la eternidad.

Así llegamos de nuevo al concepto de anticipación mariana. María ha alcanzado ya «la culminación final, en el espíritu y en la carne, de aquel ser en Cristo específico de la vida sobrenatural. Tal culminación ya ha sido realizada en María: la Asunción, en efecto, comporta que María ha sido santificada ‘enteramente y totalmente en la culminación escatológica’ »[11]. Y ha llegado como «la Mujer» -Nueva Eva-, tomando parte en la «recapitulación» de su Hijo. Si Jesús «todo lo hizo bien» en la tierra, también lo hace en la nueva tierra. Es decir, sin que nada falte de verdad, bondad y belleza. Ahora bien, detengámonos un momento a pensar con esas razones que el corazón entiende, es decir, inmersos en la lógica del amor y la belleza: ¿No faltaría “algo” en la Cabeza de la nueva humanidad, si -de algún modo que no sabemos explicar con la razón matemática-, faltase «la Mujer»?

La Tradición

Se indica que el pueblo cristiano ha creído siempre, aun en los siglos pasados, que Aquélla, de la que nació el Hijo del Altísimo - que reinará eternamente en la casa de Jacob y será Príncipe de la Paz, Rey de los reyes y Señor de los señores, por encima de todas las demás criaturas - recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia. Considerando las íntimas relaciones que unen a la Madre con el Hijo, reconoció fácilmente en la Virgen María una regia preeminencia sobre todas las criaturas. [12]

Los antiguos escritores de la Iglesia, apoyándose en las palabras del arcángel San Gabriel, que predijo el reino eterno del Hijo de María ([13]), y las de Santa Isabel, que se inclinó ante Ella llamándola Madre de mi Señor ([14]), quisieron significar que del señorío del Hijo refluyó sobre la Madre una singular prerrogativa y preeminencia.

Entre los testimonios de especial cualificación hemos de mencionar a san Efrén,[15] y san Gregorio Nacianceno. También Orígenes – a pesar de que incurrió en algún error mariológico- proclama a María, Señora, Dominadora y Reina. San Juan Damasceno dice: «Ciertamente, ella es en sentido propio y verdadero Madre de Dios y Señora; tiene imperio sobre todas las criaturas, porque es sierva y madre del Creador» ([16]). San Jerónimo expone su pensamiento acerca de las varias interpretaciones del nombre de María: «Hay que saber que María en la lengua siríaca significa “señora”». Del mismo modo se expresa, después de él, San Pedro Crisólogo. Repetidas veces San Andrés Cretense atribuye a la Virgen María la dignidad real: «Es Reina de todos los hombres, pues llevando con verdad tal nombre, si se exceptúa a sólo Dios, es más excelsa que todas las cosas». Y así muchos otros Padres la proclaman: «Reina, Dueña, Señora», y también «Señora de todo lo creado», «Reina por siempre cabe su Hijo Rey, cuyas cándidas sienes ciñe una diadema de oro». San Epifanio, obispo de Constantinopla, escribe al Sumo Pontífice Hormisdas, que se ha de implorar la unidad de la Iglesia por la gracia de la santa y consubstancial Trinidad y por la intercesión de nuestra santa Señora, gloriosa Virgen y Madre de Dios, María. San Ildefonso de Toledo abarca con este saludo casi todos los títulos que la honran: «¡oh Señora mía! tú eres mi Dueña; ¡oh Soberana mía!, Madre de mi Señor... Señora entre las siervas, Reina entre las hermanas». En fin, por no alargarnos, San Alfonso de Ligorio, resumiendo toda la tradición de los siglos anteriores, escribió: «Porque la Virgen María fue exaltada a ser la Madre del Rey de los reyes, con justa razón la Iglesia la honra con el título de Reina». Y así muchos otros.

La Sagrada Liturgia

La sagrada liturgia, refleja como fiel espejo la doctrina que legada por el pueblo cristiano a través de las edades, tanto en oriente como en occidente, canta y celebra perennemente las alabanzas de la Reina del cielo. ([17]) La Iglesia latina entona con frecuencia la antigua y dulce plegaria llamada «Salve Regina» y, entre otras, las alegres antífonas «Ave Regina caelorum» [18] y «Regina caeli laetare». Esta última es una tradicional antífona que se reza y se canta en los oficios de todo el tiempo pascual y también en lugar del "Angelus". Junto a estas preces deben destacarse las Le­tanías lauretanas, que diariamente invitan al pueblo cristi­ano a invocar una y otra vez a María como Reina. Desde hace siglos acostumbran también los fieles cristianos a med­itar el reinado de María al contemplar el quinto misterio glorioso del Santo Rosario.

Finalmente, el arte basado en principios cristianos y ani­mado por su inspiración, al traducir la sencilla y espontánea piedad de los fieles, ya desde el Concilio de Éfeso, representa a María como Reina y Emperatriz, sentada en solio real, ataviada con las insignias reales, ceñida la diadema y rodeada de los ángeles y santos del cielo, como quien no solamente tiene poderío sobre las cosas y las energías de la naturaleza, sino también sobre los ímpetus malignos de Satanás. [19] La iconografía se ha visto enriquecida en todos los tiempos por obras de arte bellísimas, representando la Coronación de María. Pintores y escultores no cesan de representar a Jesucristo o a