sábado, 23 de julio de 2011

María en la Evangelización

Presencia Mariana en el proceso evangelizador
María en la Evangelización



INTRODUCCIÓN
Para poder comprender mejor la temática se ha visto necesario esclarecer algunos términos-ejes que acompañarán nuestra reflexión.
1. Evangelio. Se entiende por él el contenido de la predicación de Jesús, codificado y transmitido a través de los textos sagrados llama¬dos evangelios. La enseñanza de Je¬sús acogida por la primera iglesia, vivida y puesta por escrito por los cuatro evangelistas, tiene una ampli¬tud mayor que los cuatro textos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan; es acogida, además de en ellos, en los restantes libros del NT. Por evangelio entendemos aquí todo el conjunto de verdades que ha sido compe¬tentemente transmitido de Cristo a nosotros. En esta enseñanza hay una parte histórica, el contenido de la re¬velación, la expresión de lo que Dios a través de Cristo le pide al hombre para su salvación. Es un mensaje de verdad y de vida que espera respues¬ta, y que sólo en la respuesta de la fe que se hace praxis puede ser real¬mente comprendido.
2. Evangelizar. Es la acción por la que se transmite el evangelio respondiendo al mandato de Cristo y ejecutando contemporáneamente la misión de la iglesia de predicar, anunciar y transmitir oralmente el contenido del evangelio, obedecien¬do al mandato de Cristo, que dijo a los suyos: "Id por el mundo y predi¬cad el evangelio a toda criatura" (Mc 16,15). Pablo llamará a esta acción servicio del evangelio, que es a la vez servicio al que manda y a los que a través de la palabra creerán. En se¬guida resulta evidente que la acción del evangelizador y el conjunto de estructuras con que se realiza esta acción guardan una estrecha rela¬ción con el que envía y da el mensaje y con el destinatario al que el men¬saje ha de llegar íntegro y vital.
3. Evangelizador. Es el que realiza personalmente la acción de evangelizar; el evangelista es el que ha escrito el mensaje; el evangeliza¬dor es el que, después de haberlo es¬cuchado, lo transmite a los herma¬nos con fidelidad. El evangelizador ha sido elegido, goza de la confianza y la autoridad del que le envía, me¬rece atención por parte del que le escucha, aunque lo que más cuenta es el mensaje que lleva. La evangelización depende en gran parte de la capacidad y de las virtudes del evan¬gelizador, que debe ser fiel y creíble, llevar la fuerza y la capacidad del profeta, acoger y vivir en sí mismo el mensaje que anuncia y saber amar al hombre al que Dios quiere salvar a través del mensaje.
4. María Está presente en el evangelio, tiene su función personal de anunciadora, ejerce personalmen¬te la evangelización en la iglesia y en el mundo. Los primeros evangeliza-dores fueron los apóstoles, pero no solamente ellos; toda la iglesia asu¬mió la tarea confiada por Jesús: ''Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo cuanto yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros to¬dos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20).

PRESENCIA MARIANA EN EL PROCESO EVANGELIZADOR DE LA IGLESIA

1. MARIA Y EL KERYGMA
La acción del Espíritu Santo hace de María y de la Iglesia un «signo» transparente y portador de Cristo para todos los pueblos. Cuando se habla de María, es para anunciar que:
Cristo es perfecto Dios, perfecto hombre y Salvador universal. La realidad mariana de virginidad, maternidad y asocia¬ción es transparencia de todo el misterio de Cristo.
María es la primera creyente y discípula de Cristo. Por esto también puede ser llamada la primera evangelizadora. La «cooperación (de María) a la salvación» (LG 56), como «asociada» a Cristo Redentor (LG 58), se convierte en «influjo salvífico» y en «misión materna para todos los hombres» (LG 60). Ella es «la gran señal» (Ap 12,1) ante los pueblos, como «la mujer» (Jn 2,4; 19,26; Gal 4,4) figura de la Iglesia.
Manifestar a Cristo y comunicarlo a todos los corazones y todas las gentes, es la razón de ser de María y de la Iglesia. La Iglesia mira a María como «punto de referencia... para los pueblos y para la humanidad entera» (RMa 6). En esta realidad «misionera», María precede a la Iglesia como «la gran señal» (Ap 12,1), «estrella de la evangelización» (EN 82) .
1.1 María en el primer anuncio
Desde el dia de Pentecostés, la Iglesia anuncia que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación, por medio de su muerte y resurrección; en él se cumplen las espe¬ranzas mesiánicas (cf. Hech 2,15-41). Estos datos del «kerigma» o primer anuncio cristiano, que la Iglesia está llamada a anunciar a todos los pueblos, aparecen en la predicación de Pablo (1 Cor 15,3-5; Rom 1,1-4; Gal 4,4-7) y en los evan¬gelios.
María forma parte de este anuncio misionero, como «la mujer» de la que, por obra del Espíritu Santo, nace el Salva¬dor. Los textos marianos del Nuevo Testamento contienen todos los elementos básicos del anuncio misionero:
— en Cristo, Hijo de David (verdadero hombre),
— Hijo de Dios (concebido por obra del Espíritu Santo),
— ha comenzado el cumplimiento de las profecías y es¬peranzas mesiánicas
El misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, que la Iglesia anuncia a todos los pueblos, tiene su faceta mariana de transparencia o de «gran señal'» (Ap 12,1). Cuando se anuncia a Cristo, nacido de María la Virgen, es para hacer resaltar su realidad integral: Cristo hombre (María Madre), Cristo Hijo de Dios (María Virgen) y Cristo Salvador (Ma¬ría asociada, «la mujer», Tipo de la comunidad eclesial).
María aparece relacionada con el misterio de Cristo y de la Iglesia como «la mujer», figura de la comunidad creyente, asociada esponsalmente a «la hora» de Cristo (Gal 4,4, Jn 2,4; 19,26).
Se pueden encontrar todos los elementos básicos del pri¬mer anuncio («kerigma») en los textos marianos de la infancia de Jesús (Mt 1-2; Le 1-2), así como en los textos joánicos (Jn 2 y 19). Como todo fragmento evangélico, también estos textos anuncian a Cristo, «el Señor». «La mujer», por medio de la cual Jesús es de nuestra estirpe (hombre), es virgen y madre por obra del Espíritu Santo, para hacer resaltar que Cristo es Hijo de Dios, el Señor resucitado.
El kerigma o primer anuncio proclama que Jesús es «na¬cido de la mujer» (Gal 4,4), «de la estirpe de David» (Rom 1,3; Mt 1,1), «por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20); es el «Hijo de Dios» (Le 1,35), «el que salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). María, anunciada por la Iglesia, hace ver la realidad de Jesucristo, el Salvador por ser el Señor resucitado. Hijo de Dios y hermano nuestro. Jesús es «el Salvador preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes» (Lc 2,30-32; Is 42,6; 49,6). María forma parte de la epifanía de este misterio salvífico, compar¬tiendo la misma «suerte» de Cristo (cf. Lc 2,35). La palabra de Dios es siempre «espada» que define la actitud de la persona respecto a los planes salvíficos de Dios.
La Iglesia encuentra en María su «Tipo» o personifica¬ción. Efectivamente, María, recibiendo con espíritu de ado¬ración esta palabra (Lc 2,19-51), define su postura de aso¬ciación a Cristo para dejar transparentar todo su «misterio», que es de salvación para todos los pueblos (Ef 3,3-7). Ahora este «misterio, oculto por los siglos en Dios», se manifiesta y se comunica por medio de la Iglesia y, más concretamente, por la vida y acción apostólica de la misma (Ef 3,8-10). Cuando la Iglesia anuncia el mensaje evangélico sobre Ma¬ría, indica la actitud de respeto a los planes salvificos de Dios en Cristo: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). La nueva Alianza, que es para todos los pueblos, tiene las mismas características fundamentales de la primera Alianza en el Sinai: Dios tiene la iniciativa en la historia de salvación, pero quiere la respuesta libre del hombre: «Haremos lo que el Señor nos dirá» (Ex 24,7).
La figura de María a la luz de los textos del Nuevo Tes¬tamento es Tipo de la comunidad eclesial, que anuncia y comunica el misterio de Cristo en toda su integridad «kerig-mática». La «humillación» de Cristo (que es hombre como nosotros) deja transparentar su «exaltación» (de Hijo de Dios), como Salvador del mundo. Infidelidad de María al misterio de la encarnación (Lc 1,38.45) se muestra en su actitud de «pobreza» (Lc 1,48), como tipo de la fe y de la acción materna y evangelizadora de la Iglesia (Jn 2,11).
Jesús fue anunciado por Simeón como «luz de los pue¬blos» (Le 2,32), mientras, al mismo tiempo, a María se le comunicaba su participación en la «suerte» dolorosa de Jesús (Lc 2,33-35). La maternidad de María, recibiendo al Verbo bajo la acción del Espíritu Santo, se hace nueva maternidad universal como tipo de la maternidad de la Iglesia misionera. María es «la gran señal», que transparenta la luz de Cristo (Ap 12,lss). La Iglesia es signo o «sacramento» porque «Cristo, luz de los pueblos, ... resplandece sobre la faz de la Iglesia» (LG 1).

1.2 María y los primeros misioneros
El evangelio de Mateo indica el cumplimiento de las pro¬mesas mesiánicas. El «kerigma» o primer anuncio es para todo el género humano. María forma parte de este anuncio, como transparencia de la realidad mesiánica de Jesús. La «genealogía» de Jesús indica al Salvador que, en cuanto hom¬bre, es de nuestra estirpe, nacido de María (Mt 1,1-15). En el «Emmanuel» (Dios con nosotros), se cumplen las esperan¬zas mesiánicas y llegan a su plenitud las esperanzas de salva¬ción que se encuentran en todos los pueblos (Is 7,14; Mt 1,21-23; Lc 2,31-32) .
El evangelio de Lucas subraya la fe de la comunidad y la cercanía de Jesús (su humanidad, su misericordia). María es como «la hija de Sión» (Sof 3,14ss), que recibe al Salvador con una actitud de fidelidad generosa. El Salvador es para todas las generaciones (Lc 1,50) y para todo el pueblo (Lc 2,10). El «gozo» de María, cantado en el Magníficat (Le 1,47), es anuncio de la buena nueva (anuncio gozoso, «eu-angello») para todas las gentes. María personifica a la comu¬nidad mesiánica que recibe al Salvador para anunciarlo y comunicarlo a toda la humanidad. Su capacidad contempla¬tiva ante la palabra se convierte en transparencia del miste¬rio de Cristo para todos los pueblos (Lc 2,19-20)
El evangelio de Juan presenta los «signos» por los que Cristo manifiesta su «gloria» o misterio de Verbo encamado (Jn 1,14). María, con su fe, es modelo de esta actitud creyente (Jn 2,11), que sabe descifrar los signos más pobres, para ver en ellos la donación de Dios al hombre (la «sangre») y la comunicación de su vida divina (el «agua») (Jn 19,34-37). El mismo Espíritu Santo, que formó a Cristo en el seno de María, comunica la vida en Cristo a todos los creyentes (Jn 1,13; 7,37-39). En el primer signo (Cana) y en el último («glorificación» desde la cruz), María abre el camino a una comunidad de seguidores de Cristo (Jn 2,12) que viven de él como «pan de vida» (palabra y eucaristía), «para la vida del mundo» (Jn 6,48-51) .
En la doctrina de Pablo, María, «la mujer» (Gal 4,4s), es modelo de la maternidad de la Iglesia (Gal 4,26) y de la maternidad del apóstol (Gal 4,19). La maternidad de Ma¬ría, de la Iglesia y del apóstol, es siempre instrumento de vida en Cristo o de filiación divina por obra del Espíritu Santo (Gal 4,4-7) .
La Iglesia es «misionera por su misma naturaleza» (AG 2), como «sacramento universal de salvación» (AG 1; LG 48), que encuentra en María su personificación o Tipo (LG 53, 63). Viviendo y anunciando el misterio de Cristo nacido de María, la Iglesia reencuentra continuamente su identidad. Al inicio del capitulo mariano de la Lumen gentium, el con¬cilio Vaticano II, citando el texto paulino de los Gálatas, resume así la acción eclesial de anunciar a Cristo, Redentor del mundo:
«Queriendo Dios, infinitamente sabio y miseri¬cordioso, llevar a cabo la redención del mundo, al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo nacido de mujer,... para que recibiéramos la adopción de hijos (Gal 4,4-5). El cual, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, des¬cendió de los cielos y por obra del Espíritu Santo se encamó de la Virgen María (Credo). Este misterio divino de salva¬ción nos es revelado y se continúa en la Iglesia» (LG 52) .
En la acción misionera de la Iglesia, María está siempre presente, como parte integrante del «kerigma» o primer anuncio. La presencia de María en este primer anuncio a todos los pueblos es garantía de autenticidad en todos los elementos básicos del mismo anuncio: Cristo Hijo de Dios (María Virgen), Cristo hombre (María Madre), Cristo Sal¬vador (María asociada a Cristo, como figura de la Iglesia).

2. DIMENSIÓN MARIANA DE LA DIMENSIÓN ECLESIAL
La realidad de gracia que la fe descubre en María ayuda a conocer mejor la realidad de Cristo que se prolonga en la Iglesia para comunicarse a todos los pueblos. Las aspiracio¬nes de toda la humanidad hacia la perfección y salvación, se encuentran realizadas en Maria: «A partir de la humilde esclava del Señor, la humanidad inicia su retorno hacia Dios.» (MC 28).
Anunciando el misterio de Cristo, nacido de María y que sigue asociando a María en la obra redentora, la Iglesia se realiza como «sacramento universal de salvación» (AG 1; LG 48), es decir, como «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) .
La maternidad universal de María y de la Iglesia se pos¬tulan mutuamente para hacer realidad el mandato misione¬ro de Jesús. La figura bíblica de María ayuda a la Iglesia a construir la «comunión» universal. Meditando el misterio de Cristo, como María y con su ayuda, la Iglesia toma concien¬cia de su propia realidad de misterio (signo de Cristo), comunión y misión. La diversidad de valores por los que se diferencian entre si los pueblos y las culturas, encuentra en la Iglesia un principio de unidad, de purificación y de subli¬mación.
2.1 Identidad mariana de la Iglesia
La «identidad» de la Iglesia se encuentra principalmente en el modelo mariano: «Se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención» (LG 56; cf. RMa 40). María, por cada una de las gracias recibidas y por cada uno de sus títulos, es siempre «Tipo» de la Iglesia. Es, pues, modelo (ejemplo, figura), personificación e instrumento.
María está «íntimamente unida con la Iglesia» (LG 63). «Con ella y como ella» (RMi 92), recibe al Verbo bajo la acción del Espíritu Santo, en un proceso de escucha, res¬puesta y donación. Marialis cultus expone el paralelismo Maria-Iglesia, como Virgen oyente, orante, oferente, Madre (MC 17-20). En María, la Iglesia encuentra el modelo de «consagración total a la persona y a la obra de su Hijo», para «convertirse en causa de salvación para si misma y para todo el género humano» (LG 56).
María es siempre modelo de la fe de la Iglesia. Se trata de una fe vivencial y comprometida, de quien «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (RMa 2; LG 58). En esta «peregrinación en la fe... María precedió... y sigue precediendo» a la Iglesia como su personificación (RMa 5-6). Es una actitud de acep¬tación plena de la Palabra divina, así como de unión incon¬dicional con sus designios de salvación por Cristo y en el Espíritu Santo (cf. RMa 12-19).
Al subrayar el titulo mariano de Tipo de la Iglesia, el Vaticano II señala la línea vivencial y misionera: «La Biena¬venturada Virgen, por el don y la prerrogativa de la mater¬nidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también intima¬mente a la Iglesia. La Madre de Dios es Tipo de la Iglesia, en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo» (LG 63).
En el título mariano de Tipo o figura, la Iglesia se en¬cuentra a sí misma:
— personificada en María y unida plenamente a Cristo;
— realizada ya en María, aunque de camino hacia la plenitud en Cristo;
— virgen fiel y madre fecunda como María, en el anuncio y comunicación del misterio de Cristo;
— llamada como María a la asociación esponsal con Cristo.
La relación entre María y la Iglesia deriva hacia la misión de colaborar en la obra salvífica. Jesús continúa asociando a María como Madre y Tipo de la Iglesia, actuando en el mundo por medio de signos eclesiales. María pertenece ple¬namente al principio fontal de la Iglesia, que es Cristo. Por esto, la Iglesia, al identificarse con María, se siente más unida al Señor, a los planes salvificos del Padre, a la acción del Espíritu Santo y a la obra de salvación universal.

2.1 María, maternidad y sacramentalidad de la Iglesia
La maternidad «espiritual» de María se dirige no sola¬mente a los creyentes individualmente, sino especialmente como comunidad eclesial. Esta maternidad se realiza «en la Iglesia y por medio de la Iglesia» (RMa 24). Por esto María es Madre de la Iglesia, es decir, «Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores»2(}.
En el cenáculo de Jerusalén, la Iglesia, reunida con Ma¬ría, comenzó su «nueva maternidad en el Espíritu» (RMa 47), que constituye su razón de ser y, por tanto, su misionariedad. En todas las épocas históricas, el Espíritu Santo hace posible la misión de la Iglesia, comunicándole nuevas gra¬cias para «dar testimonio con audacia de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo» (Hech 4,33).
Los períodos más fecundos para la evangelización se han caracterizado por la toma de conciencia sobre la maternidad de la Iglesia. Ello se hace patente de modo especial en la vida y en los escritos de los santos. De este «sentido» de Iglesia se pasa fácilmente a Maria Tipo de la maternidad eclesial.
La maternidad de la Iglesia es «ministerial» y «sacramen¬tal» en cuanto que obra a través de los ministerios o servicios profetices, cultuales y de caridad, como signos eficaces y portadores de Cristo.
«La Iglesia... se hace madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la pre¬dicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG 64). En esta maternidad apostólica la Iglesia imita a María: «Por esto también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cris¬to, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles» (LG 65).
El ser y la función apostólica de la Iglesia son una mater¬nidad permanente y universal. La naturaleza de esta mater¬nidad es de instrumentalidad salvifica. La permanencia de esta misma maternidad puede parangonarse a la de María:
«Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vaci¬lar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos» (LG 62).
La relación entre la maternidad de María y la de la Iglesia es tan estrecha, que se puede hablar de una sola maternidad (cf. RH 22). Propiamente es la maternidad de Maria que se actualiza por medio de la Iglesia:
«Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una nueva continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia» (RMa 24).
Esta realidad materna, mariana y eclesial, se basa en el hecho de que Cristo sigue presente y operante en los signos eclesiales (Mt 28,20), asociando a María y a la Iglesia (cf. Jn 19,25-27). La misión que la Iglesia ha recibido de Cristo (Jn 20,21-22) se realiza bajo la acción del Espíritu Santo. Ella anuncia, presencializa y comunica a Cristo, para que sea realidad viviente en el corazón de cada ser humano.
El término «maternidad», aplicado a la misión de la Igle¬sia, encuentra su punto de apoyo en la misma doctrina de Jesús sobre las dificultades del apostolado (cf. Jn 16,20-22). San Pablo hace uso de esta terminología, incluso con el símil de los «dolores de parto» (Gal 4,19), en un contexto que es, al mismo tiempo, mariano (Gal 4,4-7), apostólico (Gal 4,19) y eclesial (Gal 4,26).
La enseñanza paulina sobre la maternidad de la Iglesia se basa en el texto de Isaías sobre la nueva Sión o nueva Jerusalén, que será madre de todos los pueblos (Is 54,1; 11,12). Esta nueva Jerusalén «es libre y es nuestra madre» (Gal 4,26), y tiene su comienzo en «la plenitud de los tiempos», cuando «Dios ha enviado a su Hijo nacido de la mujer» (Gal 4,4). Toda la humanidad está llamada a participar en la filiación divina de Cristo por obra del Espíritu Santo (Gal 4,6), puesto que él es «el Salvador de todos» (1 Tim 4,10).
En cada comunidad eclesial se concretiza la maternidad de la Iglesia (2 Jn 1,4-13). Todo creyente recibe la vida divina por medio de la Iglesia o de los signos eclesiales; por esto la fe en la Iglesia se puede expresar de este modo: «Creo en la santa Iglesia madre». Pero, al mismo tiempo, todo creyente es Iglesia madre, como parte activa e integrante de una comunidad que es madre por los servicios del profetismo, culto y realeza (cf. PO 6). Toda comunidad eclesial, y especialmente la Iglesia particular, se hace responsable de poner en práctica esta maternidad que es de misionariedad universal.
La condición de Iglesia peregrina hace descubrir el signi¬ficado de las dificultades y persecuciones. Estas tribulacio¬nes forman parte de la maternidad y misionariedad de la Iglesia y se transforman en fecundidad cuando la vida se hace donación. Estos son los «dolores de parto» inherentes a la vida apostólica (Jn 16,20-21; Gal 4,19), que hacen de la Iglesia (personificada en María) «la gran señal» (Ap 12,lss). Cristo continúa asociando a la Iglesia, que debe ser consorte (esposa) de sus sufrimientos (Ef 5,25ss), a imitación de María que fue llamada a compartir la «suerte» (espada) y «la hora» de Cristo (Le 2,35; Jn 19,25-27). Los signos eclesiales de esta maternidad, como son las vocaciones y los ministe¬rios, participan de estas reglas evangélicas de saber morir para resucitar con Cristo, como «el grano de trigo» (Jn 12,24).
Jesús continúa asociando a María su madre en la aplica¬ción de la redención, también en su presencia activa de resucitado, por medio de los signos eclesiales que constitu¬yen la maternidad ministerial y sacramental de la Iglesia. En esta perspectiva salvífica, mariana y eclesial, se comprende mejor el principio patrístico, repetido por el concilio, sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación (cf. LG 14, 16; AG7).
Cristo es el único Salvador, porque las semillas evangéli¬cas que Dios ha sembrado en todos los corazones y en todos los pueblos (culturas, religiones...) tienden, por si mismas, a hacerse explícitamente Iglesia ya en esta tierra. La materni¬dad de la Iglesia, en relación con la maternidad de María, es instrumento de Cristo, tanto para que su salvación llegue a cada ser humano (todavía no explícitamente cristiano) co¬mo para que toda la humanidad llegue un día a ser explícita¬mente la Iglesia que Cristo ha instituido como signo visible y sacramental de salvación para todos.
La maternidad de la Iglesia tiene carácter «virginal», en el sentido de fidelidad a la palabra de Dios y a la acción del Espíritu Santo. Esta fidelidad virginal, a ejemplo de María, es fidelidad a la doctrina (fe), a las promesas (esperanza) y a la acción amorosa de Dios (caridad). La Iglesia es madre como medianera de verdad, como portadora de las prome¬sas divinas y como instrumento de vida divina.
En la medida en que la Iglesia es virgen fiel, se hace también madre y esposa fecunda, «sacramento universal de salvación» (AG 1, en relación con AG 4). María es modelo y ayuda de esta virginidad maternal de la Iglesia: «Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues, en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Vir¬gen, presentándose de forma eminente y singular como mo¬delo tanto de la virgen como de la madre» (LG 63; cf. RMa44).
Así, pues, «se puede afirmar que la Iglesia aprende tam¬bién de María la propia maternidad... Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, asi la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia» (RMa 43).

2.3 La Iglesia se hace evangelizadora en cenáculo con María
El proceso de maternidad virginal de María se realizó bajo la acción del Espíritu Santo (Lc 1,35; Mt 1,18-20). La Iglesia comenzó a ser misionera y madre guiada por esta misma acción del Espíritu, a modo de «plenitud» (Hech 2,4), que capacita para anunciar a Cristo con audacia (Hech 2,32-33; 4,31). «La era de la Iglesia empezó con la venida, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el cenáculo de Jerusalén junto a María, la Ma¬dre del Señor» (DeV 25) .
La presencia de María en la comunidad eclesial que pre¬paraba Pentecostés (Hech 1,14) se ha convertido en un hecho paradigmático, como punto de referencia para toda época histórica de la Iglesia. En esta realidad bíblica se entrecruzan las imágenes de la anunciación (Nazaret) y de Pentecostés (cenáculo). «Fue en Pentecostés cuando empe¬zaron los hechos de los Apóstoles, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María» (AG 4); «antes de Pentecostés... también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la anunciación ya la había cubierto con su sombra» (LG 59).
La realidad misionera de la Iglesia arranca de la encarna¬ción y de la redención, pero se manifiesta desde el día de Pentecostés: «La Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del evangelio por la predica¬ción y fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por medio de la Iglesia de la Nueva Alianza» (AG 4). Esta misionariedad de la Iglesia tiene ca¬racterísticas de maternidad: «La Iglesia, contemplando su misteriosa santidad e imitando su caridad (de María) y cum¬pliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG 64).
María en la anunciación simboliza a la Iglesia y la prece¬de. Por esto en Pentecostés se encuentra en medio de la comunidad eclesial, como expresión de la misma Iglesia:
« Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspon¬dencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el ce¬náculo de Jerusalén» (RMa 24).
Es ya una «constante» en la época postconciliar del Vati¬cano II la invitación a reunirse en cenáculo con María. En Evangelii Nuntiandi, Pablo VI hizo esta invitación para pre¬parar el año dos mil, puesto que ya estamos en «la vigilia del tercer milenio»:
«En la mañana de Pentecostés, ella (María) presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo. Sea ella la estrella de la evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y realizar, sobre todo en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza» (EN 82) .
En su primera encíclica, Juan Pablo II hacía una invita¬ción semejante, puesto que estamos en «un nuevo adviento» (RH 1, 20, 22), en una «nueva etapa de la vida de la Iglesia» (RH 6), en una «época hambrienta de Espíritu» (RH 18). Esta invitación se ha ido repitiendo de modo más insistente durante el año mariano.
En el fondo de esta temática mariana y eclesial se encuen¬tra el tema del Espíritu Santo, que hace madre a María y hace misionera y madre a la Iglesia. En Maríalis cultus, Pablo VI subrayó esta relación: «María es también la Virgen-Madre constituida por Dios como tipo y ejemplar de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual se convierte ella misma en ma¬dre»... (MC 19; cita a LG 64).
Los momentos más fecundos de la historia de la Iglesia han sido aquellos en los que se ha tomado conciencia de esta realidad mariana y eclesial. Se podría hablar de un «nuevo Pentecostés», en el sentido de recibir nuevas gracias del Espíritu Santo para poder afrontar nuevas situaciones eclesiales. Así lo dejó entrever el papa Juan XXIII al convocar el concilio Vaticano II y en la oración para pedir el éxito del mismo: «Renueva en nuestra época los prodigios de un nue¬vo Pentecostés».
La misión que la Iglesia recibió de Cristo es la misma del Señor (Jn 20,21; 17,18). Es, pues, misión bajo la acción del Espíritu Santo (Hch 1,8), como fue la de Cristo (Lc 4,18). Se trata de anunciar y comunicar un «nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu» (Jn 3,5), como fruto de la glorificación de Jesús (Jn 7,37-39; 19,35).
Esta misión, que Cristo recibió del Padre y que ejerció bajo la guía del Espíritu Santo, al ser comunicada a la Iglesia constituye la fuente de la fecundidad eclesial (Jn 15,26-27; 16,13-15). Por esto Jesús compara la vida y acción apostó¬lica a una maternidad que, para llegar al gozo de la fecundi¬dad, ha de pasar por los dolores del parto (Jn 16,20-22). Pablo aplicó este símil materno a su propio trabajo apostólico (Gal 4,19; cf. 1 Tes 2,7-8), en el contexto de la maternidad de María (Gal 4,4) y de la Iglesia (Gal 4,26).
Esta realidad misionera y materna de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, fundamenta el deseo que la mis¬ma Iglesia tiene de vivir en cenáculo con María (Hech 1,14). Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia vive de la palabra y de la eucaristía, se edifica como fraternidad y se orienta audaz¬mente hacia la evangelización (cf. Hch 2,42-47; 4,31-34). María está presente de modo ejemplar y activo en este pro¬ceso de maternidad.
El mismo Espíritu Santo que hizo madre a María siempre Virgen, hace misionera y madre a la Iglesia. La maternidad eclesial, como fecundidad apostólica, es, pues, obra del Es¬píritu Santo. Efectivamente, el Espíritu Santo «guía la Iglesia a toda la verdad... la unifica en comunión y ministerio... Con la fuerza del evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (LG 4).
La acción del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia en todo el proceso de maternidad apostólica, la constituye en «ins¬trumento eficaz') de vida divina. Por esto, «la comunidad eclesial ejerce una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo» (PO 6). De ahí deriva la actitud espontánea de la Iglesia de «identificarse» con María en la anunciación y de sentirla siempre presente en el cenáculo de cada comu¬nidad apostólica (cf. LG 65).
La venida del Espíritu Santo no se limita, pues, a la comunidad eclesial, sino que, por medio de ella, se prolonga en toda la humanidad. Por el Espíritu Santo, la Iglesia, a imitación de María, se hace madre y evangelizadora de to¬dos los pueblos (cf. Hch 10,45; 11,15.18).

3. DIMENSIÓN MARIANA DE LA VIDA Y DEL MINISTERIO DEL APÓSTOL
El «sentido» y amor de Iglesia, que equivale a la concien¬cia fiel de ser Iglesia «misterio» (signo de Cristo) y «comu¬nión» (fraternidad), lleva necesariamente a responsabilizarse de la «misión» materna de la Iglesia. La relación con María nace espontáneamente en el corazón del apóstol y de la comunidad que quiere vivir su realidad de ser Iglesia madre y misionera.
La dimensión mariana de la misión hace redescubrir y vivir la naturaleza misionera y materna de la Iglesia (Gal 4,4; 4,19; 4,26). Por esto, asi como María «ayudó con sus ora¬ciones a la Iglesia naciente», sigue ayudando también a la Iglesia de cada época para que «todas las familias de los pueblos lleguen a reunirse felizmente en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios» (LG 69). El apóstol vive su entrega a la misión como «amor maternal» a ejemplo de María (LG 65; RMi 92).
Toda renovación eclesial, bajo la acción del Espíritu San¬to, se realiza en el paradigma del Cenáculo. María sigue presente de modo activo y materno en la vida y el ministerio del apóstol: «Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo "con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14), para implorar el Espíritu Santo y obtener fuerza y ardor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guia¬dos por el Espíritu» (RMi 92) .
3.1 María modelo de vocación apostólica
La vocación de todo cristiano es una llamada a la santi¬dad, es decir, a la plenitud de la vida cristiana y a la perfec¬ción de la caridad» (LG 40). Y es también llamada a la misión de anunciar a Cristo para ser sus «testigos hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8).
María es modelo de respuesta a la vocación (cf. Le 1,38) y de fidelidad a la misión (cf. Le 1,40-41). Es «la mujer» (Jn 2,4), modelo de fe en la comunidad eclesial (cf. Le 8,19-21). «En intima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios» (PDV 36). Por esto, «con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones... en la Iglesia» (PDV 82).
La ejemplaridad y la ayuda materna de María en la voca¬ción del apóstol tiene lugar desde el inicio del seguimiento evangélico, como actitud de fe, de desprendimiento y de asociación a Cristo. En el milagro de Cana, donde María manifestó su fidelidad incondicional al Señor («haced lo que él os diga»: Jn 2,5), «Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). Esta fe se convirtió en seguimien¬to: «después de esto bajó a Cafarnaun con su madre, sus hermanos y sus discípulos» (Jn 2,12).
La presencia activa de María en el camino vocacional se convierte en ayuda de la acción salvífica:
— en el inicio del camino vocacional, como en la santifi¬cación del Precursor y en la fe de los primeros discípulos (Lc 1.15.41; Jn 2,11);
— en el seguimiento apostólico, que incluye la intimidad con Cristo y la misión (Jn 2,12; Me 3,14);
— en los momentos de dificultad, cuando es necesario vivir el misterio de la cruz (Jn 19,25-27);
— en los períodos de renovación por las nuevas gracias del Espíritu Santo (Hch 1,14; 2,4).
La fidelidad a la propia vocación apostólica produce el gozo de saberse amado y capacitado para amar. Es el «gozo» que canta María en el Magníficat (Le 1,47), participe de la misma «espada» o suerte de Cristo, como «gozo en el Espíri¬tu» (Le 10,21), que ayuda a superar los momentos de sole¬dad v de fracaso humano para transformarlos en misterio de Pascua un 12,24ss; 16,20-22).
La ejemplaridad e «influjo salvifico» (LG 60) y materno de María llega a cada vocación según su especificidad espi¬ritual y misionera. En la vocación laical, la línea misionera se dirige hacia la inserción en las estructuras humanas, como fermento evangélico, según la propia responsabilidad y en co¬munión con la Iglesia (cf. LG 31; GS 43; CFL 64). «El modelo de esta espiritualidad apostólica es la Santísima Vir¬gen María», puesto que, «mientras vivió en este mundo una vida igual a los demás, llena de preocupaciones y trabajos familiares, estaba constantemente unida con su Hijo y co¬operó de modo singularísimo a la obra del Salvador» (AA 4). Los laicos, pues, imitan a María y «encomiendan su vida apostólica a su solicitud materna».
La vocación a la vida consagrada se concreta en el segui¬miento evangélico radical, como «género de vida virginal que Cristo Señor escogió para si y que la Virgen Madre abrazó» (LG 46; cf. RD 17). Esta consagración radica en la consagración bautismal, expresando «su plenitud» (PC 5). Es amor de totalidad a Cristo y a la Iglesia (cf. LG 44). Se concreta en la práctica permanente de los consejos evangé¬licos, vividos con cierta ayuda fraterna y apuntando hacia la disponibilidad misionera. Es consagración y misión. Asi «consiguen la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios» (can.573, par.l).
Maria es «modelo» de la vida consagrada, puesto que «ella es la más plenamente consagrada a Dios; consagrada del modo más perfecto; su amor esponsal alcanza el culmen en la maternidad divina por obra del Espíritu Santo» (RD 17). En María y en la Iglesia, «la maternidad es fruto de la dona¬ción total a Dios en la virginidad» (RMa 39). Por esto la consagración se hace maternidad en la misión: «la virginidad por el Reino se traduce en múltiples frutos de maternidad según el Espíritu» (RMi 70). Por esto, la vida consagrada es «un reflejo de la presencia de María en el mundo».
La vocación sacerdotal corresponde a quienes reciben el sacramento del Orden, para «representar sacramentalmente a Jesucristo Cabeza y Buen Pastor» (PDV 15-16) y, por tanto, «obrar en su nombre» o «en persona de Cristo Cabeza» (PO 2). Ello comporta la participación en el ser sacerdotal de Cristo, la prolongación de su obrar sacerdotal y la trans¬parencia de su estilo de vida de Buen Pastor.
La relación de María con el sacerdote ministro se basa en este triple dato: consagración, función, vivencia. María es Madre de Cristo Sacerdote, de cuya consagración, acción salvifica y estilo de vida participa el sacerdote ministro (cf. PO 18). La consagración sacerdotal de Cristo ha tenido lugar en el seno de María (por la unión hipostática); el mismo Señor ha querido asociar a María en su acción salvifica y ha queri¬do que ella compartiera su misma vida y misión (Le 2,35; Jn 19,25). En este sentido, se puede comprender la afirmación frecuente en el magisterio sobre María como Madre especial del sacerdote ministro, puesto que «Cristo, moribundo en la cruz, la entregó como Madre al discípulo» (OT 8).
Acción evangelizadora y María
La acción evangelizadora de todo apóstol (laico, religio¬so, sacerdote) consiste en prolongar la misma misión de Cristo en el tiempo y en el espacio (cf.Jn 20,21;AG 6). «Los fieles, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo», quedan «integrados al Pueblo de Dios y hechos participes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (LG 31). Como hemos visto en el apartado anterior, María está relacionada con cada vocación, sea en el camino de la santidad, sea en el camino de la misión .
La presencia activa de María en la acción evangelizadora del apóstol tiene lugar en sus tres dimensiones: profética (de anuncio y testimonio), litúrgica (de celebración de los mis¬terios de Cristo), diaconal (de servicios de caridad y de organización). En la acción apostólica
— se anuncia a Cristo «nacido de María la mujer» (Gal 4,4);
— se celebra el misterio pascual de Cristo que ha querido asociar a María (cf. Jn 19,25ss);
— se comunica la vida en Cristo, de la que María es instrumento materno «en el orden de la gracia» (LG 61).
La acción apostólica de anuncio tiende a presentar a Cris¬to Dios, hombre, Salvador. María entra espontáneamente en este anuncio porque su virginidad deja entrever la divini¬dad de Jesús: es «el Hijo de Dios» (Lc 1,35), concebido «por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Su maternidad indica la realidad humana de Jesús, «nacido de la mujer» (Gal 4,4), «de la estirpe de David» (Mt 1,1; Rom 1,3). María es «la madre del Señor» (Le 1,43) .
La acción apostólica de celebrar los misterios de Cristo tiene lugar en la liturgia, y de modo especial en la celebración eucarística. La asociación de María a Cristo, que «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21), demuestra que Dios salva al hombre por medio del hombre. Ella «se asoció con entrañas de madre a su sacrificio» (LG 58) y, de este modo, prefigura la cooperación de la Iglesia en la obra apostólica. Esta realidad salvífica tiene lugar especialmente en la cele¬bración eucaristica, donde la «epiclesis» (invocación del Espí¬ritu Santo) recuerda la encarnación en el seno de María.
La acción apostólica de construirla comunidad en la comu¬nión se realiza con los servicios profetices (anuncio y testi¬monio), litúrgicos y hodegéticos (de dirección, animación, caridad). La comunidad se construye en la unidad, como la primera comunidad eclesial, «con María, la madre de Jesús» (Hech 1,14), escuchando la palabra, orando, celebrando la eucaristía y compartiendo los bienes (cf. Hech 2,42-45). Esta vida de comunión, bajo la acción del Espíritu, lleva a «anunciar la Palabra con audacia» (Hech 4,31). Esta acción apostólica de la comunidad es «una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo» (PO 6). María es el Tipo de esta maternidad apostólica de la Iglesia (cf. LG 65).
3.1 María formadora del apóstol
La vida «espiritual» del apóstol, como «vida según el Es¬píritu» (Rom 8,9), se puede concretar en la caridad pastoral, a imitación de Cristo Buen Pastor. Es, pues, vida profunda¬mente relacionada con Cristo, en comunión de hermanos, para compartir su misma vida y para prolongar su misión y acción salvifica. Se participa en la «consagración» y «misión» de Cristo por el Espíritu Santo (Le 4,18; cf. Jn 20,21-23).
Esta espiritualidad del apóstol queda matizada por la misión; por esto se llama espiritualidad misionera. Los trazos fundamentales de esta espiritualidad tienen un marcado acento mariano:
— «plena docilidad al Espíritu» (RMi 87) con el ejemplo y ayuda de María (Le 1,35.39-45);
— «comunión íntima con Cristo» (RMi 88) como María «la mujer» asociada a la obra salvífica del Señor (Jn 2,4; Le 2,35);
— «ardor de Cristo por las almas» como «hombre de la caridad» (RMi 89) a ejemplo de la maternidad de María (Jn 19,25-27; Gal 4,4-19);
— «anhelo de santidad» como fidelidad a la Palabra y a la voluntad divina (RMi 90) siguiendo la pauta mañana (Le 1,38; Jn 2,5);
— «fidelidad a la Iglesia» (RMi 90) en estrecha unión a quien es Tipo de la Iglesia (Ap 12,1),
— ser «contemplativo en la acción» (RMi 91) «meditando la Palabra en el corazón» como María (Le 2,19.51) .
La presencia activa y materna de María es una realidad tanto en el camino de la vocación (cf. 2) como en la acción apostólica (cf. 2) y en la vida personal y comunitaria del apóstol. La vida del apóstol está jalonada de signos de esta presencia mariana, desde el despertar de la vocación (Jn 2,11-12) hasta los momentos de dolor fecundo (Jn 19,25-27; Gal 4,4.19) y de nuevas gracias del Espíritu Santo (Hech 1,14; 2.3).
María sigue influyendo, con su testimonio e intercesión, en la fe apostólica de la Iglesia y de todo evangelizador: «Esta fe de María... precede al testimonio apostólico de la Iglesia y permanece en el corazón de la Iglesia» (RMa 27). El mo¬delo mariano de la fe (Le 1,45) sigue influyendo en los apóstoles de todos los tiempos (cf. Jn 2,11; 20,29).
La actitud mariana del apóstol se convierte en «unidad de vida» (PO 14), que armoniza vida interior y acción externa, siguiendo el ejemplo y las indicaciones de María: «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), «haced lo que él os diga» (Jn 2,5). La santificación por medio de los ministerios tiene lugar desde esta búsqueda de la voluntad del Padre, a imi¬tación de Cristo Buen Pastor (cf. Jn 10,18). La actitud apostólica a imitación de María se concreta en:
— apertura a los planes salvíficos de Dios (Le 1,28-29.38);
— fidelidad a la acción del Espíritu (Lc 1,35.39-45);
— contemplación de la Palabra (Lc 1,46-55; 2,19.51);
— asociación esponsal a Cristo (Lc 2,35; Jn 2,4);
—donación sacrificial con Cristo Redentor (Jn 19,25-27);
— tensión escatológica hacia el encuentro definitivo (Ap 12,1; 21-22).
Jesús comparó a los Apóstoles con una madre que sufre para dar a luz (cf. Jn 16,20-22). San Pablo expresó su celo apostólico usando esta misma comparación, como dolor de madre transformado en donación para «formar a Cristo» en los demás (Gal 4,19). La figura tipo de esta maternidad, en el contexto paulino, es «la mujer» de la que nace el Hijo de Dios, para hacernos partícipes de su filiación por obra del Espíritu (Gal 4,4-7). La Iglesia es «madre» por medio de la acción apostólica, como continuación de la maternidad de María (Gal 4,26). Por esto la caridad o celo apostólico tiene estas características: «¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del evangelio, de cada constructor de la Iglesia» (EN 79).
La misión eclesial de maternidad se actualiza en todas las épocas con la fidelidad a las nuevas gracias del Espíritu Santo. Así se comprende por qué la actitud apostólica, sien¬do una concretización de la maternidad eclesial, debe ser un trasunto del amor materno de María: «María es modelo de aquel amor maternal con que es necesario que estén anima¬dos todos aquellos que, en la misión de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65; RMi 92).

Reflexión final y conclusiones
La iglesia enviada a evangelio mundo tiene hoy consigo la imagen de María que, al final del concilio fue declarada madre de la Iglesia y propuesta como norma de vida también la imagen de María maestra de oración, presentada por Pablo vi en la Marialis cultus. María es pues, imagen y prototipo de la Iglesia no sólo en la maternidad, en la virginidad, en el amor a Cristo y al hombre, en la vida espiritual, sino que justamente a través de su acción de maestra de vida, será a la vez modelo y tipo de la iglesia evangelizadora.
1. LA EVANGELIZACIÓN Y MA¬RÍA. En la Evangelii nuntiandi lla¬mada María "estrella de la evangeli¬zación" (n. 82), y se atrae la aten¬ción sobre ella justamente al final de la exhortación apostólica. Ténga¬se presente la fecha del documento, 8 de diciembre de 1974, fiesta de la Inmaculada Concepción, la misma de la clausura del Vat II; María en su plenitud de gracia es la estrella que ilumina al evangelio, al evange¬lizador y a la iglesia evangelizadora; y justamente porque es inmaculada es el modelo que el evangelizador debe presentar al hermano a quien ofrece la palabra de Dios. María ha¬bla con su santidad, demuestra la ver¬dad y la eficacia de la palabra en su vida, enseña a creer, a acoger, a responder humildemente, generosa¬mente, plenamente.
Además de iluminar la evangelización, María ayuda al que lleva el mensaje y al que lo recibe, colaborando para hacer vivir el Evangelio. Para el que escucha la buena nueva María sigue siendo cada día la Virgen de la epifanía para el mundo que viene"; pero al mismo tiempo es siempre la Virgen de la anunciación que respondiendo con su propio “hágase” da la vida al Verbo en el alma del hombre. Para el que evangeliza, María sigue siendo signo y prenda de fídelidad y de fecundidad en la fe, porque su presencia en el seno de la Iglesia es de constante intercesión, a fin de que el Espíritu del Señor continúe acompañando la oferta y la respuesta inherentes a la evangeliza¬ción. Y la oración de María es siem¬pre escuchada.
Se pueden añadir dos observacio¬nes La verdadera evangelización tie¬ne sus características propias: lleva el signo de la novedad real, abre el corazón al gozo, hace crecer la espe¬ranza, responde a las exigencias de todo hombre, compromete a una respuesta que transforma al que la acoge. Ningún evangelio como el anunciado por María con su vida responde tan exactamente a estas ca¬racterísticas. Por otra parte, hay que tener presente que María, además de ser ella misma evangelio vivido y ofrecido silenciosamente a sus hijos, ha dejado en el evangelio escrito sus palabras más hermosas: el anuncio gozoso del Magníficat. Es una pági¬na admirable, vivida y repetida con el entusiasmo del que está lleno del Espíritu Santo, dicha en el umbral del evangelio a Dios v a los hom¬bres, sugerida por el grande y único evangelizador que es Jesús, hijo de María.
2. ALGUNAS DIFICULTADES. Se suelen advertir algunas perplejidades en anunciar, en evangelizar a María, justificadas en parte por el modo como ha sido presentada en el pasado contra el cual han tomado po¬sición el Vat II y Pablo VI en la Marialis cultus: Exaltación exagerada que rozaba la divinización; imágenes falsas o poco comprensibles; verdades abstractas que hacían desapar¬ecer lo concreto de su Persona; estas cosas unidas a las críticas de quienes temían un desplazamiento de la centralidad de Dios y de Cristo en favor de María, han creado dificultades reales. Con la imagen bíblica y evangélica de Ma¬ría plenamente humana y llena de gracia, que nos ha ofrecido el c. VIII de la Lumen gentium y la Marialis cultus, es preciso volver a evangeli¬zar a María, porque dejando de ha¬blar de ella se mutilaría a Cristo, ce¬saría la tradición evangélica y eclesial de siglos, se cerraría el camino real elegido por Dios para venir al mundo.
Otra causa de dificultades es la elección del sujeto al que se habla de María. Muchas veces se habla de ella sólo a grupos particulares de perso¬nas. preferentemente a los niños, a las almas piadosas, a los ancianos. María es madre de todos, y su grandeza es tal que, si fascina a los pequeños, toca el cora¬zón de los mayores; su amor, tem¬plado bajo la cruz de su hijo, sabe y quiere abrirse a los más pobres de fe, al que no cree, al que sufre, al que trabaja y lucha cada día, al que sabe lo difícil que puede ser la vida.
Hay todavía un tercer error que a veces comete el que habla de María: presentarla a los buenos dejándolos en la mediocridad, y a los mediocres tranquilizándolos con la protección de María. María es algo muy distin¬to. Con su realidad y con su evange¬lio ha de presentarse con la exigencia de una praxis valiente que prosiga su compromiso y heroísmo. A este mundo de incapaces y de débiles, de temerosos y de inseguros, de dudo¬sos y de resignados, María tiene mu¬cho que decirle.

BIBLIOGRAFÍA
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2.- FIORES, Stefano de y MEO, Salvatore, Nuevo diccionario de Mariología, Madrid, Ed. Paulinas,1988
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Documentos eclesiales:
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- JUAN PABLO II, 7. Carta Encíclica “Dominum et vivificantem”, Lima, Ed. Salesiana, 1986
8.- Encíclica “Redemptor hominis”, Lima, Ed. Salesiana, 1979
9.- Encíclica “Redemptoris mater” Lima, Ed. Salesiana, 1996
10.- Encíclica “Redemptoris missio” Lima, Ed. Salesiana, 1994
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