martes, 1 de noviembre de 2011

Vida y milagros de San Hilario de Poitiers

Vida y milagros de San Hilario de Poitiers

San Agustín dice de él: "es un ilustre Doctor de nuestra Santa Iglesia". Y San Jerónimo lo llama: "Hombre de gran elocuencia; trompeta de Dios para alertar a la verdadera religión contra la herejía" y añade "San Cipriano y San Hilario son dos inmensos cedros que Dios trasplantó del mundo hacia su Iglesia".

Nació en Poitiers (Francia) en el año 315, de familia pagana que le proporcionó una esmerada educación. Hizo sus estudios en su ciudad y en Roma y Grecia durante diez años. Se ejercitó en la poesía, aprendió elocuencia y estudió mucho la filosofía de Platón.

Durante sus años de estudio supo librarse del ambiente de corrupción que había entre los estudiantes y el llevar una vida honesta y virtuosa le sirvió muchísimo para mantener su cerebro despejado para aprender mucho y retener lo aprendido.

Los paganos decían que había muchos dioses, y esto le fastidiaba a él. Por eso cuando leyó la Biblia se entusiasmó al encontrar allí la idea de que no hay sino un solo Dios, eterno, inmutable, Todopoderoso, Principio y fin de todas las cosas.

El libro que lo convirtió fue el Evangelio de San Juan, pero él mismo cuenta en su autobiografía que el libro que lo acompañó toda su vida y que le sirvió de meditación cada día fue el evangelio de San Mateo.

A los 30 años vivía atormentado con la idea de cuál sería el destino que nos espera en la eternidad, cuando encontró el evangelio de San Juan y allí al leer que "El Hijo del Dios se hizo hombre, para salvarnos", en esa noticia encontró la respuesta a sus dudas. A él le sucedió lo que le ha pasado a muchísimos santos: que una buena lectura ha cambiado toda su vida.

Era casado y tenía una hija. En el año 345 se hizo bautizar junto con su esposa y su hija.

Desde entonces se dedicó con toda su alma a leer y estudiar la Sagrada Escritura y dejó toda lectura simplemente mundana.

Venancio Fortunato, que escribió su biografía, cuenta que la vida de este hombre era tan virtuosa y tan de buen ejemplo, que la gente decía que más parecía un santo sacerdote que un hombre casado.

El año 350 murió el obispo de Poitiers y el pueblo aclamó como obispo a Hilario. Su esposa y su hija, que se habían vuelto muy santas, se retiraron a vivir como fervorosas religiosas, y nuestro santo fue nombrado obispo.

Desde entonces Hilario se dedica a la ocupación que va a ser el oficio principal del resto de su vida: combatir a los herejes arrianos que decían que Jesucristo no era Dios. Arrio fue un hereje que se dedicó a enseñar que Jesucristo no es Dios sino un simple hombre. Los obispos de todo el mundo se reunieron en el Concilio de Nicea (año 325) y proclamaron que Jesucristo sí es Dios, y que el que niegue esta verdad queda fuera de la Iglesia Católica. Pero el emperador Constancio se dedicó a apoyar a los arrianos y a perseguir a los verdaderos cristianos. Nombraba obispos arrianos en las ciudades principales y desterraba a los obispos que proclamaran la divinidad de Jesús.

Hilario organizó la resistencia de todos los obispos católicos de Francia, contra los obispos arrianos. En Paría reunió a los obispos católicos y éstos condenaron a los que seguían a Arrio.

Pero los arrianos lo acusaron ante el Emperador, y Constancio decretó el destierro de Hilario hasta Frigia, más allá del Mar Negro. Allá estuvo desterrado por cuatro años. Pero este destierro que le hizo sufrir mucho, le fue también muy provechoso porque allá aprendió el idioma griego y pudo leer los libros de los más grandes sabios cristianos de la antigüedad en oriente, y aprendió también la costumbre de entonar muchos cantos durante las ceremonias religiosas. Durante su estadía en Oriente adquirió una importantísima documentación para los famosos libros que luego iba a publicar en favor de la religión. Jamás despreció una ocasión para aumentar sus conocimientos religiosos.

Pero en Constantinopla fue invitado a un Concilio de los arrianos, y allá habló tan maravillosamente explicando la divinidad de Jesucristo, que los herejes pidieron al emperador que lo expulsara otra vez hacia occidente, porque podía convencer a toda esa gente de que Jesucristo sí es Dios. Y el gobernante dio el decreto de que quedaba expulsado hacia Francia. Y así pudo volver a su país. La gente decía: "Hilario fue expulsado hacia oriente por hablar muy bien de Jesucristo en occidente. Y fue expulsado hacia occidente por hablar muy bien de Jesucristo en oriente".

En el año 360 Hilario entraba otra vez triunfante a su diócesis de Poitiers, en medio del júbilo más indescriptible. San Jerónimo dice que Francia entera se volcó a los caminos a recibirlo como a un héroe que volvía victorioso después de luchar sin descanso contra los que decían que Jesucristo no era Dios. Y Nuestro Señor para demostrar la santidad del gran obispo le concedió hacer varios milagros. El más sonado fue la resurrección de un joven que ya llevaban a enterrar.

Llegado otra vez a su ciudad, el santo se dedicó sin descanso a defender la verdadera religión y a combatir la herejía de los arrianos. En uno de sus escritos pone a Dios por testigo de que el fin principal de toda su vida es emplear todas sus fuerzas en hacer conocer más a Jesucristo y hacerlo amar por el mayor número de personas que sea posible.

A las personas que iban a consultarle les recomendaba que todas sus acciones las empezaran y terminaran con alguna oración.

Y redactó luego su libro más famoso llamado "La Trinidad". Es lo mejor que se escribió en toda la antigüedad acerca de la Santísima Trinidad. También publicó un Comentario al Evangelio de San Mateo y un Comentario a los Salmos.

Otra gran obra de San Hilario fue reunir un grupo de personas fervorosas y enseñarles a vivir en comunidad, lejos de lo mundano, dedicándose a la oración, a la penitencia, al trabajo y a la lectura de la Sagrada Biblia. Entre las religiosas estaban su esposa y su hija. Entre los religiosos el más ilustre fue San Gregorio de Tours, que fundó después el primer monasterio de su país, Francia.

En oriente había aprendido que los arrianos y los gnósticos, para atraer gentes a sus cultos entonaban muchos cantos. Y él, que era poeta, se dedicó a componer cantos y a ensayarlos y hacerlos cantar en las ceremonias religiosas de los católicos. San Isidoro dice que el primero que introdujo en Europa la costumbre de entonar himnos cantados durante las ceremonias religiosas fue San Hilario. Años más tarde San Ambrosio introduciría esa costumbre en su catedral de Milán y los herejes lo acusarán ante el gobierno diciendo que por los cantos tan hermosos que entona en su iglesia les quita a ellos sus clientes que se van a donde los católicos porque allá cantan más y mejor.

Una gran cualidad tenía este santo: era extremadamente cortés y bondadoso. Cuando defendía la verdad cristiana contra los errores de la herejía era un retumbante polemista, pero cuando trataba de convencer a los otros para que amaran a Jesucristo, era un bondadoso padre y un dad tenía este santo: era extremadamente cortés y bondadoso. Cuando defendía la verdad cristiana contra los errores de la herejía era un retumbante polemista, pero cuando trataba de convencer a los otros para que amaran a Jesucristo, era un bondadoso padre y un buen pastor. La gente decía: en sus discursos es un león aterrador. En sus charlas personales es un manso cordero. En la lucha era muy humano, pero en la victoria era extremadamente bondadoso y muy comprensivo. Cuando un arriano dejaba sus errores, y volvía a creer como los católicos, ni siquiera permitía que le quitaran el cargo que antes tenía. No quería humillar a nadie sino salvar a todos.

Los últimos años de su vida los empleó en defender de palabra y por escrito la divinidad de Cristo y la verdadera religión en Francia e Italia. Y logró que a la muerte del emperador Constancio, la Iglesia, que estaba siendo tan perseguida, volviera a resurgir con admirable rapidez en los países de occidente.

En 1851, el Papa Pío Nono declaró a San Hilario "Doctor de la Iglesia", por la defensa heroica y llena de sabiduría que hizo de la divinidad de Jesucristo.

El año 368, cuando estaba para morir, los presentes vieron que la habitación se llenaba de una extraordinaria luz que rodeaba el lecho del moribundo. Quedaron deslumbrados, pero apenas el santo entregó su espíritu, la luz desapareció misteriosamente.

(Fuente: churchforum.org)

Oración a San Hilario de Poitiers:

Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Hilario de Poitiers, pidamos también para nosotros la gracia de permanecer siempre fieles a la fe recibida en el bautismo, y testimoniar con alegría y convicción nuestro amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Juan XXIII

Juan XXIII

(Sotto il Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli. Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.

Juan XXIII
Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus ojos.
Por fin, a los once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más profundos.
El futuro Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.
Dio comienzo entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre consideró un verdadero padre espiritual.
En 1914, dos hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que él perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto, ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas no fue bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una clase política recelosa y esquiva.
En 1952, Pío XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su elección como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores. 

Para empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León, Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego, abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las gentes del pueblo.
Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris. En la primera explicitaba las bases de un orden económico centrado en los valores del hombre y en la atención de las necesidades, hablando claramente del concepto "socialización" y abriendo para los católicos las puertas de la intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más justas.
En la segunda se delineaba una visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó por el género humano en la Última Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o económica.
Poco antes de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria puesta al día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa Roncalli se proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda".
Se trataba de una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd. Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.