viernes, 19 de noviembre de 2010

CAPÍTULO V LA REALEZA DE MARÍA SANTÍSIMA

CAPÍTULO V

LA REALEZA DE MARÍA SANTÍSIMA

[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología, 6.1.2008]

Declaración del privilegio mariano

Al misterio de la Asunción de María Santísima acompaña una prerrogativa muy querida del pueblo cristiano: la Coronación de María Santísima como Reina y Señora de todo lo creado. Lumen gentium así lo declara: «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan ([1]), vencedor del pecado y de la muerte» ([2]).

El tema es riquísimo e inagotable. Contemplaremos aquí solo algunos aspectos del Señorío de Nuestra Madre, su fundamento, modo y consecuencias.

Fundamento y consideraciones teológicas

Fuentes de la Revelación

Al tema de la realeza de Cristo y María está íntimamente unido el de la «recapitulación» en Cristo de todas las cosas [3], que ahora solo podemos insinuar. María ha sido asociada también a la función de Cristo Cabeza de la Humanidad. Con una cierta analogía, se puede afirmar que la Bienaventurada Virgen fue asociada al nuevo Adán, Cristo, formando con Él una sola cosa –una caro, en expresión no simétrica con la de Gen.2, Mc 7,8, Ef 5, 31-32-. Es la Esposa del Redentor, en un sentido espiritual sublime muy hondo. La exégesis bíblica lo descubre. En su seno virginal se encarnó el Logos divino y su Hijo la eleva para siempre, íntegra, con alma y cuerpo, al centro amoroso de la Trinidad, a la derecha de la Cabeza de la nueva Humanidad por Él redimida.

a) Repasemos algunos textos de la Escritura para releerlos con vistas al tema que nos ocupa. Volvamos al libro del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 1). En esta mujer resplandeciente de luz los Padres de la Iglesia reconocieron a María. En su triunfo, el pueblo cristiano, peregrino en la historia, entrevé el cumplimiento de sus expectativas y el signo cierto de su esperanza. [4]

b) Cuando el hijo que milagrosamente llevaba Isabel en el seno se estremece de alegría, al oír el saludo de la Virgen Madre, exclama: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mi?» (Lc 1, 43). Decir «la madre de mi Señor» es tanto como decir «la Señora», «la Reina». Kyrios, «Señor», llegó a ser sinónimo del nombre de Dios [5]. Así se inicia una tradición ininterrumpida. Orígenes comenta esas palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres, tú, la madre de mi Señor, tú, mi Señora» [6]. En este texto, se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» [7]. [8]

Benedicto XVI concluye su estudio sobre la expresión «Reino de Dios» en los Evangelios, diciendo que «la traducción 'Reino de Dios' es inadecuada, sería mejor hablar del 'ser soberano de Dios' o del reinado de Dios» [9]. En otro sentido, añade, «Reino de Dios» es el mismo Cristo, Dios y hombre verdadero en cuanto a su presencia e intervención dinámica en la Historia, conduciendo todo hacia el Padre, para ser todo en todos (Col 3, 11) [10]. Pues bien, esta función capital de Cristo Cabeza, es participada por María como ninguna otra criatura. María participa de la capitalidad de Cristo. Cristo, en términos de San Pablo, «recapitula» en Él todas las cosas (cfr. Ef 1, 10); lo está haciendo: «la plenitud de los tiempos» ha llegado a nosotros (cfr 1 Cor 10, 11). La renovación del mundo está decretada irrevocablemente y se anticipa en cierta manera en este tiempo, pues la Iglesia, aunque todavía necesitada de purificación, posee la santidad plena en su Cabeza y peregrina hacia los nuevos cielos y la nueva tierra (cfr Ped 3, 13); posee todos los medios de santificación –sacramentos e instituciones- a la vez que vive entre las criaturas que gimen todavía con dolores de parto (cfr Rom 8, 19-22). La Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, todavía ha de sufrir mucho, anunciando el Evangelio a muchas naciones, muchos pueblos, muchas personas, hasta que llegue el momento en que Cristo llene todas las cosas (cfr Ef 4, 10), de manera que todas queden transformadas a semejanza de su cuerpo resucitado y glorioso, integradas gozosamente en el «unum» del que hemos hablado en capítulo anterior: «que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti». Todo tendrá a Cristo por Cabeza y «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25) será plenamente comprendida y vivida en la gracia, el amor y la sabiduría de Cristo, en la contemplación inefable de Dios Trinidad, Bien infinito, capaz, en efecto, de saciar sin saciar por toda la eternidad.

Así llegamos de nuevo al concepto de anticipación mariana. María ha alcanzado ya «la culminación final, en el espíritu y en la carne, de aquel ser en Cristo específico de la vida sobrenatural. Tal culminación ya ha sido realizada en María: la Asunción, en efecto, comporta que María ha sido santificada ‘enteramente y totalmente en la culminación escatológica’ »[11]. Y ha llegado como «la Mujer» -Nueva Eva-, tomando parte en la «recapitulación» de su Hijo. Si Jesús «todo lo hizo bien» en la tierra, también lo hace en la nueva tierra. Es decir, sin que nada falte de verdad, bondad y belleza. Ahora bien, detengámonos un momento a pensar con esas razones que el corazón entiende, es decir, inmersos en la lógica del amor y la belleza: ¿No faltaría “algo” en la Cabeza de la nueva humanidad, si -de algún modo que no sabemos explicar con la razón matemática-, faltase «la Mujer»?

La Tradición

Se indica que el pueblo cristiano ha creído siempre, aun en los siglos pasados, que Aquélla, de la que nació el Hijo del Altísimo - que reinará eternamente en la casa de Jacob y será Príncipe de la Paz, Rey de los reyes y Señor de los señores, por encima de todas las demás criaturas - recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia. Considerando las íntimas relaciones que unen a la Madre con el Hijo, reconoció fácilmente en la Virgen María una regia preeminencia sobre todas las criaturas. [12]

Los antiguos escritores de la Iglesia, apoyándose en las palabras del arcángel San Gabriel, que predijo el reino eterno del Hijo de María ([13]), y las de Santa Isabel, que se inclinó ante Ella llamándola Madre de mi Señor ([14]), quisieron significar que del señorío del Hijo refluyó sobre la Madre una singular prerrogativa y preeminencia.

Entre los testimonios de especial cualificación hemos de mencionar a san Efrén,[15] y san Gregorio Nacianceno. También Orígenes – a pesar de que incurrió en algún error mariológico- proclama a María, Señora, Dominadora y Reina. San Juan Damasceno dice: «Ciertamente, ella es en sentido propio y verdadero Madre de Dios y Señora; tiene imperio sobre todas las criaturas, porque es sierva y madre del Creador» ([16]). San Jerónimo expone su pensamiento acerca de las varias interpretaciones del nombre de María: «Hay que saber que María en la lengua siríaca significa “señora”». Del mismo modo se expresa, después de él, San Pedro Crisólogo. Repetidas veces San Andrés Cretense atribuye a la Virgen María la dignidad real: «Es Reina de todos los hombres, pues llevando con verdad tal nombre, si se exceptúa a sólo Dios, es más excelsa que todas las cosas». Y así muchos otros Padres la proclaman: «Reina, Dueña, Señora», y también «Señora de todo lo creado», «Reina por siempre cabe su Hijo Rey, cuyas cándidas sienes ciñe una diadema de oro». San Epifanio, obispo de Constantinopla, escribe al Sumo Pontífice Hormisdas, que se ha de implorar la unidad de la Iglesia por la gracia de la santa y consubstancial Trinidad y por la intercesión de nuestra santa Señora, gloriosa Virgen y Madre de Dios, María. San Ildefonso de Toledo abarca con este saludo casi todos los títulos que la honran: «¡oh Señora mía! tú eres mi Dueña; ¡oh Soberana mía!, Madre de mi Señor... Señora entre las siervas, Reina entre las hermanas». En fin, por no alargarnos, San Alfonso de Ligorio, resumiendo toda la tradición de los siglos anteriores, escribió: «Porque la Virgen María fue exaltada a ser la Madre del Rey de los reyes, con justa razón la Iglesia la honra con el título de Reina». Y así muchos otros.

La Sagrada Liturgia

La sagrada liturgia, refleja como fiel espejo la doctrina que legada por el pueblo cristiano a través de las edades, tanto en oriente como en occidente, canta y celebra perennemente las alabanzas de la Reina del cielo. ([17]) La Iglesia latina entona con frecuencia la antigua y dulce plegaria llamada «Salve Regina» y, entre otras, las alegres antífonas «Ave Regina caelorum» [18] y «Regina caeli laetare». Esta última es una tradicional antífona que se reza y se canta en los oficios de todo el tiempo pascual y también en lugar del "Angelus". Junto a estas preces deben destacarse las Le­tanías lauretanas, que diariamente invitan al pueblo cristi­ano a invocar una y otra vez a María como Reina. Desde hace siglos acostumbran también los fieles cristianos a med­itar el reinado de María al contemplar el quinto misterio glorioso del Santo Rosario.

Finalmente, el arte basado en principios cristianos y ani­mado por su inspiración, al traducir la sencilla y espontánea piedad de los fieles, ya desde el Concilio de Éfeso, representa a María como Reina y Emperatriz, sentada en solio real, ataviada con las insignias reales, ceñida la diadema y rodeada de los ángeles y santos del cielo, como quien no solamente tiene poderío sobre las cosas y las energías de la naturaleza, sino también sobre los ímpetus malignos de Satanás. [19] La iconografía se ha visto enriquecida en todos los tiempos por obras de arte bellísimas, representando la Coronación de María. Pintores y escultores no cesan de representar a Jesucristo o a

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