viernes, 19 de noviembre de 2010

PARTE II CAPITULO VI COOPERACIÓN DE MARÍA EN LA SANTIFICACIÓN DEL HOMBRE

PARTE II

CAPITULO VI
COOPERACIÓN DE MARÍA EN LA SANTIFICACIÓN DEL HOMBRE

[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología]

Finalidad de la Encarnación (Propter nostran salutem)

Hemos de prestar ahora particular atención a un hecho que nos importa sobremanera. Todo el magnífico retablo de maravillas que Dios ha puesto en el “ser” de María - Inmaculada Virgen Madre de Dios Asunta y Reina... - tiene una finalidad que no termina en Ella, sino en nosotros, sus hijos. No decimos en el Hijo, sino en los hijos, porque si el mismo Verbo se hace hombre propter nostram salutem (por nuestra salvación y santificación), María es concebida en la mente de Dios - y como consecuencia en el seno de su madre -, con vistas a nuestra salvación. María ha sido creada para recuperar el designio creador original sobre la Humanidad y llevarlo a su plenitud mediante la redención y elevación del hombre a la vida intratrinitaria.

En este capítulo vamos a estudiar más directamente, aunque nos haya salido al paso en los anteriores, el lugar que le ha sido otorgado a María en la obra de la redención y santificación del hombre. Tan relevante es que bien se ha llamado a María, Corredentora, en un sentido muy literal y estricto. Como es lógico, dentro de la economía de la Redención, la corredención implica santificación. Si María corredime con Cristo Redentor, María santifica con Cristo santificador. La cuestión esencial es: ¿María, propiamente, es causa de redención y santificación en el Cuerpo Místico?

Trataremos de ver que, en efecto, quiso Dios (en su libre y eterno designio) asociar a la obra de su Hijo, una Mujer, María, al extremo de que también Ella fuera en verdad causa de la salvación del género humano. Quizá tal aserto pueda parecer a primera vista una disparatada hipérbole. Sin embargo es una verdad cierta, en perfecta armonía con todos los demás misterios salvíficos y contenida tanto en la enseñanza de los Padres como en el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia. Para comprenderlo, nos conviene considerar a grandes trazos el designio divino sobre la Humanidad antes y después de la caída original. No será un rodeo en vano.

El pecado original y la unidad del género humano

Sucede con frecuencia que nos preguntamos: ¿cómo es posible que el pecado de Adán y Eva se transmita por generación a todos sus descendientes, por alejados que se encuentren de aquella lamentable caída? ¿Qué tengo que ver yo con ellos para sufrir lo que personalmente sólo incumbe a la primera pareja humana?

Planteada así la cuestión tiene muy difícil respuesta, por no decir imposible. Se trata no de cuestionarse el hecho, que está ahí, que lo vivimos todos los días y se contiene en la divina revelación. Menos aún cabe a un hijo de Dios pedir cuentas a un Padre que ha entregado la vida de su Unigénito por nuestra salvación eterna. Lo pertinente es indagar en el hecho y en sus consecuencias perceptibles, para ver si hallamos en ellos una respuesta satisfactoria, por misteriosa que resulte. Lejos de negar, nos confirmará en las verdades incuestionables. No hemos de temer al misterio, que, cuando es verdad, es siempre luz que permite ver más de lo que esperábamos.

Si yo me encuentro con el pecado original en mi sangre y en mi espíritu, ha de haber una razón suficiente, he de hallar su principio en el Principio Absoluto, universal, es decir, el Amor de Dios. Y ahí, en efecto, se encuentra la respuesta.

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Dios, Uno por naturaleza es Trino en Personas: unidad y pluralidad, unidad y diversidad. Dios, enseña Juan Pablo II, «es Familia», porque en El hay Paternidad, Filiación y la esencia de la familia que es el Amor. Por eso crea al hombre “varón y varona”, para que formen una familia, un “unum” a imagen de Dios-Familia. El inconmensurable número de miembros de la gran familia humana no había de ser obstáculo, al contrario, para la unidad, como la diversidad no es obstáculo para la Unidad del único Dios verdadero.

Cada persona humana (inmultiplicable, irrepetible) posee - a diferencia de lo que acontece en la Trinidad - una naturaleza numéricamente distinta a la que poseen las demás, pero en todos la naturaleza es esencialmente la misma. La persona es siempre una nueva creación. La naturaleza se multiplica por generación. La procreación humana da lugar a nuevas personas que comparten la misma naturaleza. Aunque todos tenemos una naturaleza numéricamente distinta, tenemos la misma naturaleza de Adán y Eva, creados ellos para ser “dos en una sola carne”: una unidad de dos, con una misma esencia; llamados a un mismo fin. Ellos debían “crecer y multiplicarse”, ser los padres de una familia numerosísima, que llenara primero la tierra y después el Cielo. Una pluralidad de personas formando una estrecha y vital unidad. La magnitud del número no sería obstáculo para ser verdaderamente una familia, a imagen de la Familia que es Dios. La unión de los miembros de la familia humana había de ser el reflejo de la unión de las Personas divinas (en Dios, cada una “es” enteramente “en” las otras).

Según el plan divino original, a la unidad biológica, afectiva, espiritual, entre los miembros de la Humanidad, se añadiría la unidad en la participación común en la vida sobrenatural de la Gracia santificante (participación en la vida de Dios). Sería la “común unión”; en una palabra, la “comunión”, en una misma vida humana y en la vida de la tres Personas divinas. Ese era el gran designio divino que afirmaba, como sólo El puede hacerlo, la unidad en la diversidad de la familia humana.

El pecado desbarata ese designio. Adán y Eva quiebran en ellos el amor de Dios, el vínculo de la unidad. Y como nadie puede dar lo que no tiene, se transmite la vida humana privada de los dones sobrenaturales y preternaturales que poseía al principio y, en cambio, carga con la fractura, causada por el pecado, entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí. La familia humana ha perdido cohesión y pronto hará acto de presencia el crimen (Caín). La naturaleza humana se multiplicará sin la vida sobrenatural de la gracia que Dios le había otorgado al principio, con la debilidad de una criatura violentamente autoalejada del Creador.

Sin embargo, persiste algo que en Teología se llama solidaridad y es mucho más que un sentimiento, un deseo, un querer o una actividad. Es una “común unión”, una comunión vital. Hay una corriente vital, de vida, imperceptible a los sentidos, misteriosa, pero real, que recorre nuestra gran familia desde el principio al fin. La suerte de un miembro de la humanidad está en conexión vital con todos los demás. Por desgracia, el pecado nos ha hecho participar a todos en el mal. Nacemos en una “común unión” en el mal causado por nuestros primeros padres. Pero o félix culpa!, canta la Iglesia: ¡oh, qué gran suerte, qué maravilloso ha sido encontrarnos involucrados en la culpa original, porque, por mala e indeseable que sea aquella, da ocasión al Amor de Dios de manifestar su inmensidad. El pecado original “nos ha merecido” - tan inmensa es la Misericordia - un Redentor que es el mismo Verbo de Dios, la Segunda Persona divina, que se ha hecho hombre en las entrañas purísimas de María!

Pero Dios sigue suspirando por lo que Cristo Jesús, próximo ya a consumar la Redención, pedirá al Padre: «que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en Ti» [1]. Y he aquí una maravilla que vale la pena ponderar sin descanso: «El Hijo de Dios mediante su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre». Y, como ha señalado Juan Pablo II, «no se trata del hombre ‘abstracto’, sino del hombre real, del hombre ‘concreto’, ‘histórico’. Se trata de ‘cada’ hombre... en su única e irrepetible realidad humana (...). El hombre tal como ha sido “querido” por Dios, tal como El lo ha “elegido” y eternamente llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente “cada” hombre, el hombre “más concreto”, el “más real”; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes en nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno de la Madre» [2].

Estas palabras de Juan Pablo II están llenas de una luz que nos permite ver con claridad, en lo que cabe, el maravilloso misterio del Cuerpo Místico de Cristo y, por medio de él el de nuestra unión con Cristo y María. El Cuerpo Místico (con mayúsculas) de Cristo es, en realidad, una sanación y elevación del cuerpo místico (con minúsculas) que ha sido desde el principio la Humanidad.

Hay un momento en que Cristo Jesús nos revela aquel fin final que persigue Dios con la creación del hombre y su redención: «ut omnes unum sint», que todos sean uno (“unum”); pero no de cualquier manera, sino «sicut tu Pater in me et ego in te»:

«Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros (...) Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno (“unum”), y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí»[3].

Palabras de grandeza y hondura incomparables. Dios quiere introducirnos en la vida íntima de la Trinidad de un modo tal que el Verbo puede decir, a lo humano: como el Padre está en el Hijo y el Hijo está en el Padre, que tan “unum” son, que son “una sola cosa”, una sola naturaleza, numéricamente una.

¿Cómo es posible tan impresionante misterio? El pecado nos ensombrece el entendimiento. La humanidad somos desde el principio “unum”. Adán y Eva son en verdad nuestros primeros padres. Y formamos con ellos un “unum”, que explica que su pecado (el pecado original originante) sea personalmente suyo, pero naturalmente nuestro. El pecado original originado, no es personal nuestro, pero es de nuestra familia. Es una carencia de santidad y un deterioro de la naturaleza que nos afecta íntimamente, porque somos de la misma carne y sangre que Adán y Eva.

El pecado original originado (lo que se nos transmite del pecado original originante) no se explica a partir de la pregunta: ¿cómo se comprende que yo tenga que cargar con una culpa que sólo concierne a los lejanísimos Adán y Eva? Es una cuestión metodológicamente mal planteada. Lo pertinente es: ¿cómo es posible el hecho de que me afecte tan profundamente el pecado de Adán y Eva? Y se explica bastante bien concluyendo que yo soy “unum” con ellos, que a su vez eran “unum” entre ellos (dos en uno, duo in carne una). Solidaridad vital entre los que tienen en las venas la misma sangre. Y como, en nuestro caso, la “sangre”, los “huesos”, nuestro cuerpo entero es “personal” (de personas con alma espiritual) hay también una solidaridad espiritual entre todos los miembros de la humanidad. Por eso, de una forma misteriosa, pero estrictamente “natural”, somos “unum” en Adán y Eva (que eran “unum” entre sí).

El pecado deteriora el “unum” humano original. La ilusión divina, queda frustrada. Pero Dios no quiere perder la familia que ha creado a su imagen. Envía a su Unigénito al mundo, que se haga uno de los nuestros –Emmanuel, Dios con nosotros- y con la fuerza infinitamente unitiva del Amor divino infunda en el “unum” humano savia nueva, capaz de restaurar el “unum” perdido y elevarlo e introducirlo en el “Unum” divino trinitario. Es una maravilla tan impresionante como cierta. Tanto, que San Agustín, con su poderosa inteligencia ilustrada por la Fe, alcanza a comprender una síntesis formidable: sólo hay dos hombres: Adán y Cristo.

Gracias a esa solidaridad, se ha llevado a efecto entre Cristo y la humanidad el admirabile commercium (maravilloso intercambio), por el cual Cristo carga sobre sí con todo el cúmulo de pecados de los hombres, satisfaciendo con sobreabundancia por ellos ante el Padre. Ahora, los hombres podemos ser interiormente renovados por la gracia de Dios y ser «constituidos justos» [4], cuando se nos aplican los méritos de la vida, pasión y muerte del Señor. Por la solidaridad de toda la humanidad con Adán «entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte... incluso sobre aquellos que no pecaron con una transgresión semejante a la de Adán» [5]. De modo similar y con mayor fuerza, por la solidaridad con Cristo, el «nuevo Adán», podrán los hombres «recibir en abundancia la gracia y el don de la justicia» [6]. Gracias a la solidaridad natural que cohesiona al género humano, Cristo se erige en Cabeza de la humanidad renovada, revitalizada, llamada con más fuerza que nunca a la santidad original, más aún, a la superación de la original filiación divina, porque ahora se nos ha dado el poder de llamarnos - y ser de veras - hijos en el Hijo [7], formamos con Cristo y en Él un mismo Hijo del Padre [8].

Sólo así somos capaces de entender el pecado original originado y la redención operada por Cristo; sólo así podemos meternos a fondo en el misterio de María, nueva Eva. Por eso hemos dado un aparente rodeo.

María Nueva Eva, Madre de los vivientes

Adán es «nadie» sin Eva y viceversa (porque no es concebible una persona sola, sea humana, angélica, o divina). La familia humana tiene un padre y una madre y ambos son miembros absolutamente necesarios para que haya un “unum” verdaderamente humano, imagen de la Trinidad. Para restaurar y elevar el “unum” humano hasta la intimidad de la Trinidad de Dios Uno, bastaba un hombre-Dios, el Verbo encarnado. Pero aunque no sea menester, ni quepa, estrictamente hablando, simetría alguna, la redención y santificación del hombre no hubiera sucedido de la manera mejor posible - adecuada al modo de ser humano - si el Redentor hubiese sido un «varón solitario». Jesucristo es el Redentor, el Nuevo Adán - así le llama ya San Pablo -, el Dios humanado, el hombre-Dios, la Vida necesaria al «unum» humano para zarpar de nuevo hacia su destino bienaventurado.

Pero, aunque podía, no convenía, no era adecuado, digámoslo de una vez, no hubiera sido «perfectísimo», y por ello no quiso la Trinidad que el Redentor redimiese solo, que el Santificador santificase solo, que el Verbo divinizase solo. Es más, lejos del temor luterano (a que la acción de la criatura ensombrezca, oculte o acaso anule la acción divina), la Trinidad decide, congruentemente con la obra de la creación, realizar la redención con la cooperación de cada hombre concreto. Bien lo comprendió San Pablo cuando escribió a los Colosenses que se gozaba en sus padecimientos (in passionibus) por ellos, ya que así cumplía en su carne lo que falta (ea quae desunt) a los padecimientos de Cristo, por su Cuerpo que es la Iglesia [9]. Cristo cuenta con Pablo para la salvación del mundo y la vida de la Iglesia. Pablo, como todo fiel cristiano, en cierto sentido «complementa» a Cristo en la obra de

No hay comentarios: