CAPÍTULO VII
MARÍA, MADRE Y MEDIADORA DE LOS HIJOS DE DIOS
[Antonio Orozco Delclós, Introducción a la Mariología]
Estudiemos ahora, más en concreto, la maternidad espiritual que la Virgen María posee y ejerce sobre todos los hijos de Dios, como consecuencia de su maternidad divina, que se inicio en la sustancia de su fe (la fe es la « sustancia » de lo que se espera [1]). María es Madre nuestra no en un sentido natural - esto es obvio -, pero sí en un sentido real, sobrenatural y místico, porque es Madre de Cristo, no sólo de la Persona de Cristo por haber engendrado su naturaleza humana, sino del Cristo total (Cabeza y miembros).
Hemos visto que María está maternal y divinamente asociada con Cristo Cabeza de la Iglesia. He aquí cómo se expresa S. Pío X: «¿No es acaso María Madre de Cristo? Pues también es Madre nuestra. Todos deben tener muy presente que Jesús, que es el Verbo de Dios hecho carne, es también el Salvador del género humano. Ahora bien, en cuanto Dios-Hombre, El adquirió un cuerpo concreto como los demás hombres. Pero en cuanto Salvador de nuestro linaje, consiguió un cierto cuerpo espiritual o, según se dice, místico (...) Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo eterno de Dios para que, recibiendo de Ella una naturaleza humana, se hiciese hombre; sino también para que, mediante esta naturaleza recibida de Ella, fuese el Salvador de los mortales (...) Así, pues, en el mismo seno virginal de la Madre, asumió Cristo para sí una carne y, al mismo tiempo, adquirió un cuerpo espiritual, el cuerpo formado por aquellos que habían de creer en El. De tal forma, que puede decirse que María, cuando llevaba en su seno al Salvador, gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y, según frase del Apóstol, somos, ‘miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos’ [2], hemos salido del seno de María a semejanza de un cuerpo unido con su cabeza. De donde, en un sentido ciertamente espiritual y místico, nosotros somos llamados hijos de María y Ella es Madre de todos nosotros. Madre en espíritu, pero evidentemente Madre de los miembros de Cristo, que somos nosotros» [3]. El realismo con se expresa San Pío X es impresionante e inequívoco: María es Madre en un sentido propio. María nos ha engendrado en Cristo, nos ha alumbrado en Cristo, nos nutre en Cristo.
Se trata de una inefable dignación, de misericordia y de bondad, que el Espíritu del Padre y del Hijo no sólo nos conforme al Hijo, para poder exclamar «Abbá, Padre»; sino que también nos infunda un espíritu de filiación a María, por el que podamos igualmente exclamar: «Madre, Madre»...
La espiritualidad de esa nueva vida no niega, al contrario, la consistencia, la intensidad, la realidad de la vida de que se habla.
Maternidad universal
La Maternidad espiritual de María tiene una dimensión universal, porque todo hombre de algún modo está unido a Cristo mediante la Encarnación. Ahora bien ¿María es madre de todos los hombres - desde los más santos a los más pecadores - de la misma manera y en el mismo grado? Para responder a esta cuestión cabe acudir a la analogía con la unión de los hombres con Cristo: «Cristo es cabeza de los hombres, pero en diverso grado. Primera y principalmente es cabeza de aquellos que actualmente están ya unidos con El por la gloria; en segundo lugar, es cabeza de los unidos a El por la gracia y la caridad; el tercer grupo de quienes Cristo es Cabeza son aquellos que tienen fe, y por ella se unen a Cristo, aunque no tienen Gracia; en cuanto término, Cristo es también Cabeza de aquellos que no están unidos a El ni por la Gracia ni por la fe, pero que están en potencia de unírsele y realmente se le unirán (...); finalmente, es cabeza aun de aquellos que de ningún modo están unidos a Cristo, ni se le unirán (aunque podrían hacerlo) (...); y sólo éstos dejan totalmente de ser miembros de Cristo cuando mueren, porque entonces pierden para siempre hasta el poder de unirse con Cristo» [4].
Según esto, cabe decir que María es Madre de los bienaventurados del Cielo de modo “excelente”; es Madre de las personas en gracia de modo “perfecto”, ya que estas poseen vida sobrenatural completa; es Madre de los cristianos en pecado mortal de modo “imperfecto”, porque estos no tienen vida sobrenatural completa, sino únicamente su inicio, que es la fe; es Madre de modo “potencial” o “de derecho” respecto a los no bautizados, ya que está destinada por Dios a engendrarlos en la perfecta vida sobrenatural. De los condenados que se hallen en el infierno, María no es Madre en modo alguno [5], pues ya no les cabe en absoluto la unión con Cristo.
Sin embargo, mientras nos encontremos en la tierra, siempre podremos exhibir el título que asume san Josemaría en uno de sus entrañables textos: «¡Madre mía! Las madres de la tierra miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al más corto, al pobre lisiado... / - ¡Señora!, yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas... - Y, como yo soy tu hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo... y lisiado... y feo... » [6]
Madre de la Iglesia
Existe, pues, una realidad misteriosa en María por la que puede y debe llamarse «Madre nuestra»: «es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima»[7]. María, por ser Madre de la Iglesia, no está «fuera de ella», sino todo lo contrario: es miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia. Siendo Madre de Dios, está adornada con todas las especiales gracias de que el Señor quiso dotarla para que fuera digna Madre de su Hijo divino y la generosa cooperadora con Cristo en la obra de la Redención. Por lo cual, unida íntimamente a Dios y a la obra redentora de Cristo con una fe heroica, una esperanza firme y una ferviente caridad, es, a la vez, prototipo y ejemplar eximio de la Iglesia y de su acción salvífica. Todo el influjo de gracia que le viene a la Iglesia, también a María, procede del único principio que es Cristo. María no es creadora, sino receptora (recibe la gracia de Cristo), pero de modo singular y eminente, al extremo de poder llamarse en verdad procreadora de esa vida que Ella posee (recibida) en plenitud.
Madre de la divina Gracia
María vive en el Padre y toma parte en su Paternidad; y vive en el Espíritu Santo tomando parte en su Amor personal; es unum con el Hijo, de modo esencialmente superior al de cualquiera de los que Jesús hace «unum» con El (según el «ut omnes unum sint, sicut tu Pater in me et ego in te»). Si un buen cristiano es y, sobre todo, será “unum” con Cristo Jesús, ¿qué nivel de unidad - sin merma alguna de la personalidad, al contrario - habrá alcanzado la Virgen María? Su relación con cada una de las Personas divinas parece reforzar o enriquecer su relación con las otras dos, en una suerte de espiral que a nosotros nos puede suscitar dulce vértigo. Es una como Madre, con Dios Hijo. Es Madre en Dios Padre; es la Enamorada por excelencia en el Amor que es el Espíritu Santo. Inmersa en la Vida misma, si alguna criatura puede ser dadora de vida, es sin duda María.
La Gracia santificante es vida, misteriosa pero verdadera participación («tomar parte») en la vida divina, «germen» de Dios (semen Dei [8]). «Hemos sido engendrados de nuevo, no de un germen corruptible (ex semine corruptibile), sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios, viva y permanente» [9]. La filiación divina adoptiva, se llama «adoptiva» porque no es «natural»: no nacemos viviendo vida de Dios; pero al ser adoptados por Dios Padre, el Espíritu Santo nos infunde una vida nueva, que es verdadera vida de comunión con Dios en Cristo: «El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» [10]. Y tiene las características de toda vida creada: concepción, gestación, nacimiento, desarrollo, plenitud. Comienza a vivir como una semilla (semen), incluso frágil, fácilmente destructible (por el pecado), y acaba siendo la vida robusta, indestructible, plena de Dios de los bienaventurados en el Cielo. Esta vida tiene su principio absoluto en la Trinidad, de modo personal en la Persona del Espíritu Santo. Esta vida, en virtud de la unión hipostática, llena la humanidad de Cristo Redentor, Cabeza de la nueva humanidad. Pero también inmediatamente a la que es extraordinariamente “unum” con El, carne de su carne y hueso de sus huesos.
No es de sorprender, aunque sí de admirar, que Dios disponga que la difusión o multiplicación de la vida sobrenatural (divina por participación), dependa no sólo de El, sino del querer de la Madre del Redentor, dotada de cierta plenitud de Gracia ya en el momento de la Concepción Inmaculada, y de plenitud sin restricción alguna desde el momento de la Asunción.
¡Cuántas veces San Pablo habla de un vivir en Cristo! Se vive de auténtica vida. Vida con un poder de fecundidad maravilloso. Al extremo que el mismo Apóstol puede exclamar: «yo os he engendrado por el Evangelio» [11]; o «hijitos míos, por los que otra vez tengo dolores de parto» [12].
Es tanta la bondad de Dios, que parece querer darnos todo lo que puede de Sí mismo a cada uno de sus hijos, con la diversidad que sea menester. Nos hace partícipes de su paternidad - capaces de engendrar espiritualmente -; nos hace partícipes de la filiación de Dios Hijo; y, en fin, nos hace partícipes del Amor que es Dios Espíritu Santo. Todo cristiano está, por la Gracia, capacitado para ser padre y madre, hijo y “espíritu santo” (paráclito: abogado, defensor, consolador, amor) de los demás.
Pero esta capacidad es de orden esencialmente superior en la criatura que ha sido constituida Madre de Dios. ¿Qué no podrá la Virgen María, asunta al Cielo, que ya goza de la existencia gloriosa de la bienaventuranza eterna y, por tanto, de una unión intimísima con la tres Personas divinas? Así como Cristo Cabeza nace en la mente y en el corazón de María por obra del Espíritu Santo, antes aún que biológicamente en sus entrañas virginales, por la fe en la Palabra de Dios [13]; de un modo análogo, los miembros de Cristo - los otros Cristos - nacen a la vida de Cristo también, por obra del Espíritu Santo, del Corazón inmaculado de María.
Ella engendra por obra del Espíritu Santo, la vida sobrenatural que es la gracia santificante, vida de Cristo que Ella posee en sobreabundante plenitud (plena sibi, superplena nobis). Y es también gracias a Ella que los miembros de Cristo pueden participar de la paternidad-maternidad de Dios Padre y de María Santísima: «Si nos identificamos con María - dice san Josemaría Escrivá -, si imitamos sus virtudes, podemos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos de su maternidad espiritual» [14].
Cabe decir que la Madre de Dios, por querer y don de Dios, procrea en la vida de la Gracia a los hijos de Dios. María no es autora de la Gracia, pero hay un compromiso divino asumido libremente por Dios con vista a la intervención de María en la obra de la santificación, que la erige en verdadera Madre, dadora de la vida sobrenatural, crística, creada por la Trinidad: desde el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo [15].
En la paternidad-maternidad natural, los padres ponen unas condiciones biológicas, proporcionadas a la formación del cuerpo personal de los hijos. En la paternidad-maternidad sobrenatural - nos hallamos en el orden de la vida de la Gracia - la Trinidad pone el poder creador y la Madre de Dios pone el poder procreador.
¿Cuál es, pues, la raíz de la virtud generativa sobrenatural (id quo generans generat) [16] de María Santísima? En nuestra opinión, puede ser, y no puede ser otra que la voluntad amorosa de María (llena de amor a la Trinidad y a cada ser humano). Supuesta la Voluntad de Dios Trino y la voluntad humana de Cristo Redentor y Santificador del hombre, supuesta también su existencia ya gloriosa, cabe decir que a María le basta querer (unida en el Espíritu Santo al querer de Cristo Redentor y Santificador) para procrear, es decir, para que Dios cree la vida sobrenatural en el alma de los que son justificados. Así Ella, en el sentido más real, vital, pleno, es Madre nuestra en el orden de la gracia. Ella no es origen absoluto de la Gracia - sólo lo es Dios -; Ella es con Cristo - no sin El - generadora (genetrix) de Gracia.
Mediadora bajo el mediador
Si esto es así, resulta claro que sea también Mediadora de todas las gracias de las que Ella es origen, bajo y con el Mediador. Mediadora ad Mediatorem, es una célebre expresión de San Bernardo [17]. Lumen gentium enumera unos cuantos títulos de los que se reconocen en María, como los de Abogada, Auxiliadora y, sobre todo, Mediadora [18]. Este último, se encuentra reconocido también en todo el capítulo VIII, dedicado a María. Maternidad espiritual y mediación son en la Virgen términos complementarios. María, precisamente porque es Madre del Redentor y Madre de todos los hombres, une a los hombres con el Redentor.
Abundemos en el concepto ya utilizado con frecuencia hasta aquí, de honda significación metafísica y teológica, el concepto participación. Para lo que ahora precisamos, puede hacerse con bastante llaneza sin adulterarlo. “Participar” equivale a “tomar parte”. Cuando se toma parte en un bien material - un pastel, por ejemplo -, y son muchos los participantes, toca menos a cada uno. Sin embargo, cuando se trata de bienes espirituales, como la alegría o la felicidad, que no son “objetos” o “cosas”, cuanto mayor es el número de participantes, no toca menos a cada uno; si acaso, parece que toca a más.
En una palabra, cuanto más espiritual, perfecto y perfectivo es el bien, es más participable. Como avanzamos en los primeros compases de la Sagrada Escritura, la Bondad infinita de Dios, sin dejar de ser única - sólo Dios es el Bueno - causa innumerables bondades. Son bondades creadas, limitadas, finitas, pero verdaderas bondades. Así sucede también con la función mediadora, equivalente a sacerdotal, de Cristo. Él es el único mediador, el Mediador nato, por unir en su persona hipostáticamente la naturaleza divina y la naturaleza humana. Por eso puede hacernos participar de su mediación, en cuanto somos humanos y participamos también por la Gracia en la vida divina de la Trinidad. La mediación mariana no rebaja la mediación de Cristo, al contrario, manifiesta más claramente su riqueza, consistencia y dignidad suprema.
No hay dificultad para que otros, en cierto sentido, puedan llamarse mediadores entre Dios y los hombres, en cuanto que cooperan a la unión del hombre con Dios, disponiéndole y siendo instrumentos suyos para ella, como son los ángeles y los santos, los profetas y los sacerdotes de ambos Testamentos. Redemptoris Mater subraya con vigor la unicidad de la mediación de Jesucristo, «sin embargo - aclara - esta unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, hace posible otras formas de participación. En otras palabras, la unicidad de Cristo no suprime la reciprocidad y la colaboración de los hombres entre sí delante de Dios, de manera que todos pueden ser, en múltiples formas, el uno para el otro, mediadores ante Dios en comunión con Jesucristo». De este modo, los hombres pueden ser mediadores los unos de los otros. Se trata, por supuesto de una «función subordinada»[19] a la de Cristo, con otras palabras, una «mediación participada», que brota «de la superabundancia de los méritos de Cristo [...], de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud» [20].
Todo esto se refiere a los hombres en general y por lo tanto a María. Pero en Ella la mediación reviste un carácter especial y extraordinario [21], que sobrepasa en modo específico las demás mediaciones. El carácter específico de la mediación de María consiste en su cualidad maternal, «ordenada a un nacimiento siempre nuevo de Cristo en el mundo. Ella custodia la dimensión femenina en la actividad actual de la Iglesia y sigue siendo su origen permanente» [22].
No es de extrañar, aunque maraville, que la misma prerrogativa, pero mucho más gloriosa, conviene a la Virgen excelsa. Ese “mucho más”, incomparablemente más, equivale, en rigor, a un “esencialmente más”. Así como se distingue el sacerdocio común del sacerdocio ministerial por una diferencia no de grado sino esencial, cabe decir que la mediación de los fieles y la de María difiere también esencialmente. Por mucho que se perfeccione o intensifique la participación en la mediación de Cristo de los demás fieles, nunca alcanzará la cualidad de la mediación de María, pues es de una naturaleza específicamente superior, esto es, materna. Las demás serán en todo caso “filiales”, con las debidas diferencias en el caso de los sacerdotes (presbíteros) cuando actúan “in persona Christi”. Pero aún en este caso, ser Madre del Mediador - haberle dado la naturaleza humana, y tener los derechos de Madre hecha singularmente «unum» con su Hijo - es una condición cualitativamente superior a la de hacer presente a Cristo. Así entendemos Redemptoris Mater cuando afirma que «la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue de las demás criaturas (...)» [23].
De ahí que el Magisterio reconozca que María es Medianera y Dispensadora de todas las gracias: «es lícito afirmar que de aquel grandioso tesoro que trajo el Señor - porque la gracia y la verdad fue hecha por medio de Jesucristo [24] - nada se nos distribuye sino por medio de María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede acercarse a Cristo sino por su Madre» [25].
«Administradora» del Paraíso
Redemptoris Mater desarrolla suficientemente el aspecto intercesor de la mediación de María en el orden de todos los bienes de los hijos [26]. Lo hace sobre la base del relato evangélico de la boda en Caná de Galilea –comentada más arriba-, en la que la Madre de Jesús [27] «se pone ‘en medio’, o sea, hace de mediadora no como un persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede - más bien ‘tiene el derecho de’ - hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres». Dios ha querido que tengamos en el Cielo una Abogada, digna de ser oída siempre en beneficio de sus hijos. Está en la lógica divina que la que es gratia plena sibi, sea también superplena nobis (San Bernardo).
Por eso, a la Madre de Dios se le ha entregado toda la gracia de la que es Autor su Hijo, para que sea Administratrix Christi [28], en favor de todos sus hijos. Todas las gracias que se comunican a este mundo tienen un triple proceso: siguiendo un orden altísimo, se comunican por Dios a Cristo, por Cristo a María, y por María a nosotros [29]. Es ésta otra manifestación de la inmensidad del amor de Dios hacia María y hacia nosotros, porque poner toda la riqueza sobrenatural en manos de una madre como la suya es garantizar a todo el mundo que hallará siempre acogida en los Cielos si acude filialmente a la Virgen Santa. Si es inevitable que Dios sea infinitamente justo, lo es igualmente que la Madre de Dios sea indefectiblemente misericordiosa.
Administradora de Cristo, Administradora del Paraíso, Dispensadora de todas las divinas gracias. Nos hallamos ante la sabiduría divina en su extremo más amable para la criatura necesitada de comprensión, compasión, perdón, salvación y elevación a la vida de Dios.
Educadora de su Hijo y de sus hijos
«Otro elemento esencial de esta función materna de María - continúa Juan Pablo II en Redemptoris Mater - se encuentra en las palabras dirigidas a los criados: ‘Haced lo que él os diga’. La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a ‘su hora’. En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera ‘señal’ y contribuye a suscitar la fe los discípulos»[30]. «En la escuela de María podremos aprender mejor a Cristo»[31]. Juan Pablo II titula el capítulo VI de su Encíclica Ecclesia de Eucaristia, «En la escuela de María, Mujer Eucarística” (porque María es mujer «eucarística» con toda su vida).
Jesús mismo, Jesús Niño, aprendió en su «escuela», compartida con San José, en la que hay como una música de fondo: «Haced lo que Él os diga». «El Niño creía en sabiduría», dice Lucas. Es verdad igualmente que en la misma Persona - sorprendente antinomia, enamorante misterio - Dios aprendía y el hombre lo sabía todo. ¿Cómo no entrar y prestar toda la atención del mundo en esa escuela donde tantas cosas ha aprendido a lo humano Aquel que lo sabe todo a lo divino?
Pablo VI se entusiasma con la idea: «Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos se seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!»[32].
Finalmente y desde el otro ángulo, san Josemaría confiesa: «Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de Nuestro Señor en este mundo. Verle pequeño, cuando María lo cuida y lo besa y lo entretiene. Verle crecer, ante los ojos enamorados de su Madre y de José, su padre en la tierra. Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús durante su infancia y, en silencio, aprenderían mucho y constantemente de El. Sus almas se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios. Por eso la Madre -y, después de Ella, José- conoce como nadie los sentimientos del Corazón de Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador.»[33]
«Repasad en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí para decirle a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la primera lección, en la escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela, María es la mejor maestra, porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de fe, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor: guardaba todas esas cosas en su corazón ponderándolas.»[34]
Refugio de los pecadores
Permítasenos, por una vez, ofrecer el testimonio de la fe del pueblo cristiano en la pluma de un escritor no eclesiástico, Miguel de Cervantes, quien llama a la Madre de Dios: «la siempre Virgen María, reina de los Cielos y Señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de pecadores» [35]. ¿Cómo no va a ser refugio una Madre santísima que ve en cada hijo, al Hijo; sea glorioso por la gracia, sea crucificado por el pecado? Redemptoris Mater nos ofrece sobrado fundamento teológico para esta aseveración tan confortante [36], que reiteramos cada vez que rezamos las Letanías del Santo Rosario. Refugio y Abogada nuestra es la Madre de Dios.[37]
La «medida» del amor materno de María
Es lógico que nos preguntemos formalmente, en un estudio teológico, aunque sea breve, cómo es - al margen de experiencias personales en el trato con Nuestra Madre - el amor de la Madre de Dios por sus hijos. Enseguida caemos en la cuenta de que se trata de un misterio insondable en el que sólo Dios y Ella tienen cabal acceso: «María abraza a todos, con una solicitud particular, en el Espíritu Santo. En efecto, es El (el Espíritu Santo), como profesamos en nuestro Credo, el que “da la Vida”. El es quien da la plenitud de la vida abierta hacia la eternidad». Ella nos ama «en el Espíritu Santo»[38], es «la Madre que ‑con toda la fuerza de su amor que nutre en el Espíritu Santo ‑ desea la salvación de todos los hombres» [39].
A María, por decirlo así, le pasa como a Dios, que - según la célebre frase de André Frossard - ¡sólo sabe contar hasta uno! Tiene una muchedumbre inmensa de hijos, pero «la maternidad determina siempre una relación única e irrepetible, entre dos personas» y «aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia (...) Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad» [40]. Mucho se aprende en la escuela de María, acerca de lo que valen una madre, y un hijo; en suma, una persona aunque sea sola por ser siempre “única”.
Reflexiones pedagógicas
Para poder adquirir el certificado del Curso de Mariología
deberá responder las preguntas de todos los envíos
y enviarlas -todas juntas- al final.
1.- ¿En qué sentido María es Madre nuestra?
2.- ¿Por qué la Maternidad espiritual de María tiene una dimensión universal?
3.- ¿Por qué la Virgen es verdaderamente madre de los miembros de Cristo?
4.- ¿Cuál es el carácter específico de la mediación de María?
5.- ¿Es igual la mediación de los fieles a la de la Virgen María?
6.- ¿Cuál es el triple proceso de todas las gracias que se comunican a este mundo?
7.- Elaborar una oración (de cuatro o cinco líneas) con alguno –o algunos- de los títulos de este séptimo capítulo.
[1] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 7.
[2] Efes 5, 30.
[3] San Pío X, Ad diem illum, 2-XI-1904.
[4] S. Th.. III, q. 8, a. 3.
[5] Cfr. Javier Ibáñez - Fernando Mendoza, María como Madre de la Iglesia, Palabra 233, XII-1984 (859), p. 31.
[6] San Josemaría Escrivá, Forja, núm. 234.
[7] LG 53.
[8] Cfr. 1 Jn 3, 9.
[9] 1 Petr 1, 23.
[10] 2 Cor 5,17.
[11] 1 Cor 4,15.
[12] Gal 4,19.
[13] San León Magno acuñó la fómula «prius concepit mente quam corpore» (Sermo 21, 1: ML 54, 191). Se hace eco de esta enseñanza LG 56, 57.
[14] San Josemaria E., Madre de Dios y Madre nuestra, Madrid, 1973, 29.30.
[15] Cfr. RM 47.
[16] S. Th. I, q. 41, a. 4 co.
[17] Cfr. San Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2; cit. RM nota (96).
[18] Cfr. LG 62.
[19] RM n. 38.
[20] RM n. 22; LG 60.
[21] Cfr. RM 38.
[22] J. Ratzinger, l.c. Para el gran tema del lugar de la mujer en la Iglesia, ver JUAN PABLO II, Enc. Mulieris dignitatem y Carta del Papa Juan Pablo II a las mujeres, 29 de junio de 1995.
[23] RM, n. 38; cfr. Joseph Rtzinger, María, Iglesia naciente, pp. 39-44.
[24] Jn 1, 17.
[25] León XIII, Enc. Octobri mense, 22-IX-1891, DS 3275; Cfr. LG 62.
[26] RM, nn. 21 - 24; Cfr. Pablo VI, Signum magnum.
[27] Jn 2, 1 ss.
[28] San Agustín, Serm. de Assumpt., LII.
[29] Cfr. León XIII, Enc. Iucunda semper, 8.IX.1894.
[30] RM, 21. El capítulo VI
[31] Benedicto XVI - en continuidad con Juan Pablo II -: Carta a la Conferencia Episcopal Española con motivo de la peregrinación nacional al Santuario de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, Vaticano, 19 de mayo de 2005.
[32] De las alocuciones del papa Pablo sexto (Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)
[33] San Josemaría E., Amigos de Dios, n. 281.
[34] San Josemaría E., Es Cristo que pasa, n. 174
[35] Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, L. I, c. IV.
[36] RM, núm. 11; Cfr.nn. 24 y 27.
[37] LG n. 62; Cfr. CEC 969.
[38] Juan Pablo II, Homilía, Fátima 13.V.1982.
[39] Juan Pablo II, Homilía, Fátima 13.V.1982.
[40] RM, 45.
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